sábado, marzo 16, 2024

HISTORIA DE PALABRAS. DE IDIOTÉS A IDIOTA

 

Me preguntaba Zalabardo el otro día si conocía La cena de los idiotés. Pensé que me preguntaba por La cena de los idiotas, la bastante premiada película de Francis Veber. Pero no, mi amigo me hablaba de un programa de radio. No lo conocía y he indagado para saber de qué va la cosa. Y sí, tras ver algunos programas en YouTube, me ha parecido interesante y buen ejemplo para analizar cómo unas palabras van cambiando su significado con el tiempo hasta acabar teniendo uno muy diferente al original.

        Creo que pocos desconocen que formidable, aunque etimológicamente significa ‘horroroso, que causa pavor’, se emplea hoy como ‘asombroso, fuera de lo común’. O que álgido, que en latín es ‘frío, que hiela’, ha pasado a designar en la actualidad ‘que está en su punto culminante, en su momento de mayor tensión’. Se podrían poner más casos ―bizarro, azafata, siniestro…―, pero le digo a mi amigo que es preferible pararnos a ver cómo idiota ha llegado a ser un adjetivo de sentido muy despectivo con el que señalamos al ‘corto de entendimiento’ y al ‘engreído y fatuo que presume de saber más de lo que sabe’. Sin embargo, cuando la palabra nació tenía un significado muy alejado del actual.

            Rastrear la evolución de idiota ―advierto a Zalabardo― requiere no solo ascender hasta su etimología, sino remontarnos paralelamente a la aparición de la democracia en la antigua Grecia. En el proceso etimológico son bastantes y variados los pasos que hay que dar, aunque aquí procuraremos coger un atajo. La partícula indoeuropea s(w)e es la forma pronominal reflexiva, lo referente al propio sujeto que habla. En latín, sui más caedo, ‘morir’, nos conducen a suicidio ‘matarse a sí mismo’; y más cedō, ‘apartar’, nos proporcionan secesión ‘separarse por propia voluntad’. Antes, en griego, mediante alargamiento y sufijación, *swed-yo- desembocó en ίδιος, ‘propio, personal’, que es la raíz de idioma, pero entendido como ‘lengua propia de una nación por la que sus habitantes se entienden’. También de idiosincrasia, ‘índole y temperamento de cada uno que le permite diferenciarse de los demás.

 

           Hablaba de la necesidad de relacionar esta palabra con la democracia. Ya es el momento. Aristóteles, en su Política, dejó para la posteridad lo de que el hombre es por naturaleza un ser social y que el insocial, lo sea por naturaleza o por azar, es un ser inferior. Y en la Ética a Nicómaco define la convivencia humana como una forma de amistad, el intercambio de palabras y pensamientos, una interrelación. En esa línea, la sociedad griega siempre aceptó que la democracia no funciona sin participación y que todos los ciudadanos deberían estar interesados, y entendidos, en los asuntos públicos. Mantenerse fuera de ese interés y conocimiento de la vida pública era signo de ignorancia, de falta de educación o de desinformación. Pero no debe olvidarse que, en la época a que aludimos, a las mujeres, a los esclavos y a los extranjeros no se les concedía la condición de ciudadanos, lo que los excluía de esa participación.

            Para referirse a estos últimos nació el término ίδιώτης (idiotés, idiotas), que en ningún modo tenía matiz peyorativo, sino que agrupaba a ‘quienes no participan en la vida pública’. Con el tiempo, se dio el caso de que había quienes no participaban porque todo les resultaba indiferente o ‘quienes participaban buscando solo el bien propio, sin importarles las consecuencias que sus actos tendrían para los demás’. Cosa que, le hago notar a mi amigo, no es un invento de nuestro tiempo. A estos se refirió Pericles cuando afirmó que quienes no tomaban parte en los debates y, por tanto, se comportaban como ίδιώτης eran seres inútiles para el sistema. Ya antes, Aristóteles había definido la democracia como un sistema en que ‘los ciudadanos son gobernados y gobiernan por turno’, con lo que quería señalar que toda actuación particular acaba teniendo un reflejo en la comunidad. En ese momento en el que Pericles calificó de idiotas a los que se apartaban o pensaban solo en ellos, comenzó a tener un uso despectivo, aunque todavía no se relacionaría la palabra con el nivel de inteligencia.



            Para eso habrían de pasar muchos años. Así, si consultamos el Diccionario de Autoridades en su tomo de 1734, leemos: «IDIOTA. El ignorante, el que no tiene letras. Unos le derivan de la voz Griega Idioma; y así significa el que solo sabe su lengua sin las letras. Otros le derivan de la voz Griega Idiotis, que quiere decir hombre plebeyo o del vulgo». Habrá que esperar a la aparición de la figura del psicólogo y pedagogo Alfred Binet (1857-1911), quien, estudiando el modo de analizar la capacidad intelectual y experimentando con niños entre 3 y 15 años, creó, con la ayuda del también pedagogo Theodore Simon lo que se llamó Test Binet-Simon para medir la capacidad intelectual. Sería él quien, a falta de otro nombre, aplicaría en esa escala a quienes, pese a su edad, daban un CI por debajo del correspondiente a niños de 3 años, el nombre de idiotas. De hecho, en el Dictionaire de l’Académie Française, de 1878, se definía idiot como ‘dépourvu d’intelligence, stupide, imbécile’, es decir, ‘carente de inteligencia, estúpido, imbécil’.

            Eso explica que nos encontremos con que en el DEL, en la entrada correspondiente a idiota se puede leer: 1. Tonto o corto de entendimiento. 2. Engreído sin fundamento. 4. Que padece idiocia [trastorno caracterizado por una deficiencia muy profunda de las facultades mentales]». Tras esto, le digo a Zalabardo, que idiotés me parece un buen neologismo, no recogido aún en ningún diccionario, que recupera no solo el sentido originario de la palabra, sino que respeta, a la vez, su forma primitiva.

sábado, marzo 09, 2024

BREVE HISTORIA DE LOS APELLIDOS

 


Basta mirar el diccionario para entender lo que es un apellido: «nombre de familia con que se distinguen las personas». La palabra procede del latín appellitāre, ‘llamar habitualmente a alguien usando el nombre de la familia’. Así pues, un apellido no es otra cosa que un sustantivo, de los llamados patronímicos, ‘nombre del padre’, que sirve para encasillarnos dentro de una familia o linaje concreto.

            Pero le digo a Zalabardo que la cuestión no es tan simple ni responde siempre a lo que con mucha frecuencia se afirma de modo errado. Y es que, pese a lo que tienda a creerse, no en todas las lenguas el elemento que marca la condición de patronímico significa ‘hijo de’. Hay culturas en las que el apellido no existe o es algo irrelevante. En las que lo hay, no en todas funciona de igual manera. Por lo pronto, nosotros, los españoles, presentamos una peculiaridad que nos distingue de casi todo el mundo: utilizamos dos apellidos (el del padre y el de la madre) cuando lo común es que en el resto del mundo se utilice solo uno. En algunos países se puede optar, indistintamente, por emplear el del padre o el de la madre. En otros, la mujer, al casarse, pierde su apellido y pasa a tener automáticamente el del marido. Y se podría seguir, pero no va por ahí el interés de hoy, pues lo que quiero es mostrarle a mi amigo cómo se ha ido conformando el sistema de los apellidos en nuestro país.

            La verdad, le aviso en principio, es que no debe esperarse una rareza excepcional, aunque en algunos aspectos sea cierto que ofrecemos soluciones exclusivas que diferencian a España de otras sociedades. Como suele ser común en el ámbito europeo, en España no empezó a sentirse la necesidad del apellido como elemento identificador de una persona respecto a otras del mismo nombre hasta el siglo IX. Fue entre las clases nobles ―el pueblo llano aún no tenía esa preocupación― donde surgió el deseo de dejar claro el linaje al que uno pertenecía, de qué familia provenía y cuál era su línea genealógica.


            El primer paso no fue muy original que digamos. Al nombre de pila se sumaba el nombre del padre, con la forma del genitivo latino, lo que ya expresa una relación, y a continuación se añadía filius. ‘hijo’. Menéndez Pidal, en su Historia de la lengua española, da cuenta de haber hallado en tierras lejanas pruebas que pueden explicar algo sobre los apellidos españoles. En unos bronces de Ascoli (Italia) se observa una inscripción que menciona a jinetes procedentes de Zaragoza y comarcas próximas que habían participado en la toma de la ciudad. Entre los nombres que aparecen, hay varios que tienen aspecto de ser vascongados, aunque estuviesen latinizados. Por ejemplo, un tal Elandus Enneces filius, es decir, Elando, el hijo de Eneko. Enneces sería, probablemente, una forma primitiva de Ennekez, que es el actual Íñiguez. Esa es la base en que algunos apoyan la tesis de que el sufijo -ez tiene un origen ibérico que se nos ha transmitido desde el País Vasco y Navarra.

            La preocupación por dejar constancia del apellido se generaliza en el siglo IX y, aunque respete el sistema explicado antes, pronto desaparecería el apelativo filius. No es necesario pensar mucho para descubrir que este sistema no resultaba muy efectivo si se quería dejar constancia plena de la línea familiar, porque si bien servía para aclarar la relación generacional entre padre e hijo, era inviable para servir como signo aglutinador del linaje. Porque, según esto, un hijo de Fernando se podría llamar Pedro Fernández; pero el hijo de este se llamaría, digamos, Diego Pérez, con lo que la línea sucesoria, al menos en cuanto al apellido, quedaría pronto rota.


            Eso hizo que en el siglo XII se comenzara a valorar el linaje, valiéndose de los nombres del lugar de origen, del señorío (Alba, Lerma, Aguilar, Lara…) o, incluso, algún apodo (La Cerda, Girón, Pimentel…). Por su parte, el pueblo llano empezó a sentir también deseo de poseer apellido y, no siendo la estirpe cuestión principal, en muchos casos se optaba por utilizar el oficio (Zapatero, Herrero, Platero…), el lugar de residencia (Sevilla, Córdoba, Zaragoza…) o características físicas peculiares (Rubio, Castaño, Chaparro...)

            A esto se unió que, entre los siglos XIV al XVI aparece otro sistema de creación de apellidos. Por un lado, los conversos eran proclives a tomar como apellido el nombre de un santo (San Juan, San Pedro, Santa María…) Y por otro, entre los nobles nació la moda de no usar el apellido patronímico ―derivado del nombre del padre―, sino el de otra persona, por alguna razón especial de afecto, fidelidad, etc., con lo que un hijo de Fernando podría no llamarse Fernández, sino Gutiérrez o López.

            Vemos pues, le indico a mi amigo, que la cuestión es compleja. Tendrá que llegar el siglo XIX para que se imponga un sistema estable. En 1871 se crea el Registro Civil y se hace obligatoria la inscripción de los residentes del país, dando cuenta de sus nombres y apellidos. Pero será una ley de 1889 la que determine que a todo nacido le corresponden dos apellidos, el del padre y el de la madre, por este orden. Y así hemos estado hasta 1999, en que otra ley establece que los padres podrán decidir el orden de los apellidos y que cualquier persona, alcanzada la mayoría de edad, tiene potestad para solicitar la alteración de los apellidos con que consta en el registro.

           De todo este batiburrillo anterior, me interesa que Zalabardo sea conocedor de un error muy repetido. Que así como en algunas lenguas el sufijo -son o ibn significan «hijo de», en español, el sufijo -ez de nuestros apellidos no significa «hijo de» como leemos en muchos lugares. Rodríguez no es ‘hijo de Rodrigo; en realidad, el sufijo -ez tiene un no muy claro origen y, según la tesis que expuse al principio de Menéndez Pidal, no significa nada. Es una pura evolución fonética de una terminación latina que indicaba relación o pertenencia ―el genitivo― que hemos heredado, y tampoco en esto hay certeza, del euskera. De hecho, la Nueva Gramática de la Lengua Española se limita a decir, al hablar de ello, que -ez, entre otros valores, tiene el de ser «un derivado morfológico de los nombres de pila», sin asignarle ningún significado.

            Y como este apunte parece un poco soso, le propongo contarle a Zalabardo un chiste, a lo que mi amigo se opone porque dice que los que cuento son muy malos; hago como que no lo oigo y sigo adelante al proponerle una adivinanza: ¿Cuáles son los apellidos españoles más antiguos? Mi amigo calla y, ante su desinterés, le respondo: Gómez y Pérez, porque, ya en el paraíso terrenal, Dios dijo a Adán: «Si gómez de esta fruta, pérezerás».

sábado, marzo 02, 2024

MURCIANOS QUE NO LO SON Y CONEJOS QUE TAMPOCO


¿Son ciertos todos los refranes? ¿Y verdaderas todas las etimologías? Creo que no hay nadie que no se haya planteado alguna vez estas preguntas. Y, a la hora de hacer recuento de opiniones, obtendríamos, como decía aquel divertido futbolista inglés, Michael Robinson, que acabó su vida deportiva en el C. A. Osasuna y se hizo famoso como comentarista, contratado por Canal+ con la condición de que no hiciera nada por aprender correctamente el español, seis de uno y media docena de otro.

        De los refranes, Cervantes hace decir a don Quijote: «Paréceme, Sancho que no hay refrán que no sea verdadero, porque todos son sentencias sacadas de la mesma experiencia». Los diccionarios modernos son más prudentes y se limitan, como el DLE, a definirlos como «dichos agudos y sentenciosos de uso común». En algunos lugares se añade la coletilla de que «tienen la finalidad de transmitir una enseñanza».

            Sobre las etimologías, podríamos reproducir las palabras de Enrique Bernárdez en el artículo que les dedica en la revista RinconeteEtimologías. ¿Verdaderas, falsas?―, del Centro Virtual Cervantes: «Son cosas complejas, difíciles siempre, muchas veces sorprendentes y siempre apasionantes […] Pero la etimología no carece de peligros».

De hecho, si pensamos en esto último, es frecuente encontrarse con muchas falsas etimologías, algunas de ellas bastantes curiosas. Por ejemplo, se sigue repitiendo en no pocos lugares que cadáver es un acrónimo de la expresión latina Caro Data Vermibus, es decir, «carne entregada a los gusanos». La realidad es que el origen verdadero hay que buscarlo en la raíz indoeuropea kad-, ‘caer’, de donde salió el verbo latino cado y su derivado cadaver, ‘cuerpo caído, muerto’.



        ¿Y qué tienen que ver los refranes y la etimología? En este caso, bastante, pues Zalabardo me pregunta cuál pudiera ser la razón del refrán Ni gitanos, ni murcianos, ni gente de mal vivir. Conocido es ―me dice― el viejo prejuicio hacia los gitanos; pero no entiende de dónde procede que los murcianos sufran un desprecio semejante. Debo aclararle, entonces, que hoy se entiende mal el refrán, pero que en su origen estaba claro. Suele repetirse que, en unas Reales Ordenanzas de 1786, dictadas por Carlos III, se recogía como deseo del monarca que «ni a gitanos, ni a murcianos, ni a otras gentes de mal vivir se les permitiera ser portadores de la bandera». En otro lugar, un artículo de Dolores Soler Espiauba, veo que se adjudica la frase a Felipe II que, en un edicto para reclutar soldados con destino a la Armada Invencible, dejaba señalado que «no quería en sus ejércitos gitanos, ni murcianos, ni demás gente de mal vivir». Sea quien sea quien tal cosa dijese, ahí están junto a los marginados gitanos, los pobres murcianos, que nada tienen que ver con el origen del refrán.

            Aquí es donde confluyen las dos cuestiones planteadas al comienzo. Le digo a mi amigo que, aunque poco edificante, se pudiera aceptar como verdadero el refrán. Pero que se hace preciso dejar claro que cualquier interpretación errónea es consecuencia de pretender aplicar una falsa etimología. Lo que avisa Bernárdez sobre el peligro que puede generar. El error está en la interpretación que demos a murciano, que hoy todos identificamos como un gentilicio, ‘nacido o procedente de Murcia’.

            ¿De qué murcianos habla entonces el refrán? ―pregunta, intrigado, Zalabardo―. Le pido que mire en el DEL la palabra murciar, que significa ‘robar’. ¿Tiene algo que ver con Murcia? Claramente no. Entonces le cuento que hubo en Sevilla un tal Cristóbal de Chaves ―fallecido hacia 1602― que, por trabajar en la Real Audiencia, tuvo oportunidad de conocer todos los bajos fondos de la ciudad. Con el seudónimo de Juan Hidalgo escribió obras de tono picaresco al final de las cuales incluyó un Vocabulario de germanía para que los lectores entendiesen bien las palabras usadas en sus textos.

 


       En este Vocabulario encontramos murciar, ‘hurtar’, murcio, ‘ladrón’ y murciglero, ‘hurtar a los que duermen’. En 1734, el Diccionario de Autoridades ya recoge murciar, señalando como fuente el Vocabulario de Juan Hidalgo. En cuanto a la posible etimología, murciglero permite relacionar el término con murciégalo (forma antigua de murciélago), procedente de mus, muris, ‘ratón’ y caeculo, ‘ciego’. Todo esto nos lleva a pensar que alguien desconocedor de que ya existe murcio, ‘ladrón’, procedente de murciar y este de mur, ‘ratón’, creyó natural llamar murciano a quien roba, sin que ello tuviera nada que ver con Murcia.

            Si esta etimología parece quedar resuelta, le digo a Zalabardo, hay otras que no lo están tanto. «Sí ―me contesta mi amigo―, porque aún no has dicho nada de los conejos». Y tiene razón, porque, vamos a ver, ¿cuántas veces se nos ha dicho, y se continúa diciendo, que España significa ‘tierra de conejos’? En este punto estamos no solo ante una posible falsa etimología; estamos ante un caso aún no resuelto, porque nada hay seguro acerca de cuál sea el origen de la palabra con que designamos la tierra que habitamos. Vuelvo a recordar lo que afirmaba Bernárdez sobre que, a veces, el terreno de las etimologías es complejo, sorprendente e incluso apasionante.

        En un principio, nuestra tierra fue conocida como Iberia. Hasta que los romanos comenzaron a llamarla Hispania. Y ahí surge el conflicto, cómo Iberia acaba siendo España. Las teorías son múltiples. Como sería realmente complicada una detallada explicación, me limito a contarle a mi amigo un resumen. En la Biblia aparecen dos denominaciones que, posiblemente, podrían referirse a España: Tarsis, en el libro de Jonás, y Sefarad, en el de Abdías. Tarsis, de donde se exportaban metales, está claro que nos remite a Tartesos. Sefarad, nombre que dan los judíos a la antigua Iberia, parece ser una evolución de la forma fenicia span (en hebreo sphan), ‘tierra del norte’, que evolucionó hacia Sphard. Span, pues, estaría en el origen de España.

            Nebrija y San Isidoro defendían un origen autóctono. La ciudad íbera de Hispalis, la antigua Sevilla, serviría a los romanos para designar toda la región. Pero, de una u otra forma, siempre se acaba regresando a esa forma span fenicia, que se interpreta de diferentes maneras. Para unos, el término fenicio span podría leerse como ‘conejo’, de donde I-span-ya significaría ‘tierra de conejos’. Pero hay otros, y es la hipótesis más aceptada en la actualidad, defendida por José Luis Cunchillos y José Ángel Zamora ―expertos filólogos del CSIC―, que opinan que la forma span fenicia procede de la raíz indoeuropea spe-, ‘expandirse, batir (metales)’, por lo que I-span-ya significaría ‘la tierra donde se forjan metales’. Esta tesis se avendría bien con que Tarsis exportaba metales y con la palabra española espada.

            Aparte de estas hay, por si fuera poco, otras teorías. La mítica, que hace derivar España de Hispan, nombre de un descendiente de Hércules; la teoría euskera, que hace derivar el nombre de Izpania, ‘tierra que divide el mar’; y la griega, que defiende un origen basado en la evolución de Hesperia, ‘lugar de riquezas, paraíso’. Pero creo que ya está bien por hoy.

sábado, febrero 24, 2024

EDUCACIÓN DIGITAL

Hablamos Zalabardo y yo sobre el papel del «narrador interpuesto», es decir, aquel que, en la lectura, ocupa el lugar correspondiente al autor del libro. Cervantes se crea un apócrifo Cide Hamete como autor del Quijote; y el caso no es único: Moby Dick, Frankenstein, El corazón de las tinieblas, el Decamerón… desarrollan historias atribuidas a personas diferentes a quien en realidad las escribió. Pero aquí hay que hacer una observación: en la portada del libro, el nombre que aparece es el del autor real.

            En el curso de la conversación, menciona mi amigo la extendida tendencia, que a los dos nos molesta, de aplicar a personajes de reconocida fama frases que jamás pronunciaron. Si a esto se une que esa atribución se hace a personas ya fallecidas que no tienen la oportunidad de defenderse contra la engañifa de quien pone en su boca, o su pluma, lo que ni dijo ni escribió, el hecho es más censurable aún. Ejemplo claro es ese reiterado «Ladran, Sancho, luego cabalgamos», que no hallaremos en el Quijote porque, entre otras cosas, procede, aunque algo modificado, de un poema de Goethe; como no encontraremos dónde dijo Einstein ―defensor de un universo estático y limitado― que «Dos cosas son infinitas, el universo y la estupidez humana»; o como, en fin, cuando Alejandro Farnesio se dirigió a Felipe II haciéndose responsable del desastre de la Invencible, el monarca no contestó aquello de que «Envié mis naves a luchar contra hombres, no contra tempestades y elementos», pues lo que le dijo fue «En lo que Dios hace, no hay que perder ninguna reputación, sino no hablar de ello».

            Estos dislates los encontramos en internet y son muy repetidos en las redes sociales. La «revolución digital», por llamarla de algún modo, que vivimos afecta al mundo de la información y, naturalmente, al de la información profesional, el periodismo, que se ve obligado a verificar cuantas informaciones se producen para no caer en la «información errónea» ―el engaño―, la «desinformación» ―los rumores― o, lo peor, la «información maliciosa» ―difusión de una falsedad a sabiendas y con la intención de causar un daño―.

 


       Hacia 2022, la UNESCO publicó un libro, Periodismo, noticias falsas y desinformación, destinado especialmente a profesionales del periodismo para que no cayesen en las trampas que la expansión digital puede tenderles. En uno de los varios trabajos que se incluyen se dice que en el mundo actual la inimaginable cantidad de información surge por tres motivos principales: la proliferación de teléfonos inteligentes con cámara integrada, el fácil acceso a datos móviles y el auge de las redes sociales. Bill Kovach y Tom Rosenstiel aconsejan la importancia de la verificación de cualquier información y afirman que «la verificación es lo que separa el periodismo del entretenimiento, la propaganda o la ficción».

            ¿Y cómo se logra esa verificación? Ellos señalan estas tres pautas: ser por naturaleza escéptico, no creer todo lo que nos llega; no suponer nunca nada, no dejarse engañar por cualquier cosa que se nos ofrezca como «verdadera» y ser muy cauteloso frente a las fuentes anónimas.

            Lo que hablamos nos vuelve a llevar a Zalabardo y a mí a lo que ya hablábamos en el apunte de la semana anterior: la necesidad de educar en un uso responsable de internet y el comportamiento en las redes sociales para que digitalización en la escuela sea lo más positiva posible. Los consejos para un uso responsable de las redes sociales pueden ser los mismos enunciados arriba para la verificación de la información que nos llega.

            ¿Y en el ámbito escolar? Zalabardo sabe que llevo tiempo apartado de ese mundo; son dieciséis los años transcurridos desde que me jubilé y mucho el progreso alcanzado por el campo digital. En mi última etapa como enseñante comenzó a hablarse de aplicar las TIC (Tecnología de la Información y la Comunicación) en las aulas. Conocí los primeros momentos en que el profesor se ayudaba de televisores y ordenadores en clase como herramientas auxiliares para el proceso enseñanza-aprendizaje. Puedo calificar como positiva mi corta experiencia en este terreno.

            Hoy está todo muy cambiado. Los avances tecnológicos han hecho que la sociedad en general y la educativa en particular se encuentre dividida en dos grupos antagónicos. Uno es el de los que «criminalizan» el uso de dispositivos digitales en el aula porque son un motivo de distracción y falta de socialización, por lo que piden su prohibición. El otro es el de los que apuestan por buscar el buen uso porque creen que con ellos aumenta la motivación, se mejora en atención y comprensión y se consigue una flexibilidad que permite adaptar contenidos y tiempos a la situación de cada alumno.

 

           ¿Qué camino seguir en tal tesitura? ¿Quién tiene razón? Encuentro una página, Up!family, de la Fundación Edelvives, que propone la siguiente vía, que me parece bien intencionada. En primer lugar, ni conceder una completa libertad ni prohibir de manera absoluta; aplicar una vigilancia responsable de los usos de la pantalla digital; buscar un equilibrio mediante esa vigilancia del uso que se hace, acompañar en ese uso hasta que se logre su adecuado dominio y orientar y supervisar. En segundo lugar, ser ejemplo que anime a ser seguido; nadie puede pretender que otro haga lo que no hacemos nosotros. Si no usamos responsablemente estos dispositivos, nuestros hijos no se sentirán motivados para hacer ellos ese buen uso. Y tercero, crear hábitos saludables, es decir, normalizar el uso de estas herramientas de forma progresiva y de acuerdo con la edad.

            Naturalmente, esto no es fácil si pensamos que partimos de una situación desmadrada en la que la tecnología digital nos ha cogido desprevenidos y hemos caído en la trampa del uso irresponsable (exceso de horas pendientes de las pantallas, ausencia de verificación de la información que nos llega, así como convertirnos en redifusores de información no contrastada recibida de fuentes anónimas o perteneciente a lo que se considera «información maliciosa». Si a esto unimos los resultados obtenidos por la Asociación Española de Pediatría tras un estudio en la población comprendida entre 11 y 18 años, habrá que preocuparse: El 95% dispone de móvil con acceso a internet. El 31% pasa más de 5 horas diarias ante el móvil. Solo el 29% de los padres reconocen algún tipo de límite y control de uso; el 24% limitan el tiempo y solamente un 13% limitan o controlan contenidos.

            Esto nos lleva a la misma conclusión de la semana pasada: hay que educar para formar usuarios responsables de los dispositivos digitales que ponemos a su alcance.

sábado, febrero 17, 2024

EL IRRESISTIBLE DESEO DE PROHIBIR


¿Es más fácil prohibir que educar? Los hechos parecen indicar que sí. Zalabardo y yo conversamos sobre ello. Concluimos que en esta sociedad occidental nuestra, tan impregnada de la cultura judeocristiana de que procede, es algo que se lleva en los genes. Repasamos varios ejemplos. Adán recién creado, casi antes de abrir los ojos al mundo, se cuenta en el Génesis, ha de hacer frente a la prohibición de comer el fruto del más bello árbol del edén en que lo han colocado. A Lot y su familia, para salvarse del castigo que sufrirán Sodoma y Gomorra, se les impone no mirar hacia atrás; la pobre Edith acaba convertida en estatua de sal por contravenir lo prohibido. Y cuando Yaveh entrega a Moisés el decálogo, lo primero que le dicta son cinco prohibiciones. En ninguno de los casos se nos habla de qué razón justifica la prohibición.

            Surge esta conversación mientras hablamos de un hecho muy reciente: desde altas instancias se sugiere prohibir a los escolares que asistan a sus centros educativos portando un móvil. Cuando Zalabardo pide mi opinión le contesto que, en realidad, no lo tengo muy claro. Pero, aun con todas las dudas que se me plantean, la medida me parece un desatino. Como desatinos me parecen los casos bíblicos que hemos repasado. Ninguna prohibición, en la escuela o donde sea ―le digo―, me parece efectiva, si no va acompañada de una pertinente tarea educativa.

            Y como cada vez que se usan las palabras educar y educativo se piensa en la escuela, de nuevo, en estos momentos, se acaba descargando sobre los hombros de los docentes la tarea represiva de quitar a los niños y adolescentes unos dispositivos que han puesto en sus manos los propios padres. El asunto no es baladí y requiere una reflexión y un análisis. Porque esa es otra: cada día es más patente que nuestra sociedad propende a la opinión sin que medie previamente una reflexión sobre lo que vamos a decir. Opinamos sin analizar y, lo que es peor, dando por sentado que esa opinión que emitimos sin haber reflexionado sobre su contenido es la que vale.

 


           Le propongo a mi amigo que meditemos sobre qué es educar. Dos palabras latinas constituyen la raíz de la nuestra: educere y educare. La primera significa ‘sacar, hacer salir algo’; la segunda, derivada de la anterior significa ‘guiar, conducir’; pero lo diferenciador de esta es su intención de que lo guiado se convierta en protagonista de su crecimiento. Educar, pues, debe entenderse como ‘proporcionar a alguien los medios para que, desde su estado inicial, logre la plenitud de su desarrollo’. Leo en algún lado que la función del educador es comparable a la labor del que labra y siembra una tierra para que produzca; pues, bien pensado, quien produce es la tierra, no el labrador. La metáfora es bonita.

            ¿Dónde debe comenzar la educación? Sin ninguna duda, en el seno de la familia; ahí es donde hay que cuidar la primera fase de un crecimiento adecuado; ya llegará el momento en que ese desarrollo se vaya completando con medios y cuidados más específicos, los que aporta la escuela. Y en este asunto que tratamos, ¿qué vemos en nuestro entorno? Por todas partes observamos cómo a un bebé, que posiblemente no haya siquiera cumplido un año, se le pone delante una pantalla que lo distraiga y permita comer tranquilos a sus padres, sin que, además, tengan que soportar interrupciones molestas mientras conversan con los amigos. No es infrecuente que a niños que no han llegado posiblemente a los cinco años se les compre su primer móvil, su primera consola o su primer ordenador y se los deje interactuar con ellos con poca o ninguna vigilancia. Así se va alimentando en ellos una adicción. A esa tierna planta no se le ha colocado un tutor, una guía que la haga crecer en rectitud. Y, cuando llegan a la escuela, se exige a los docentes que corrijan el vicio que ya traen adquirido. ¿Es razonable pedir a los docentes que prohíban en las aulas lo que tan alegremente se les permite en el seno familiar?

            Le pido a Zalabardo que recuerde que hemos vivido algún caso parecido ―aunque no idéntico― hace ya años ―¿cuántos, cuarenta o cincuenta, quizá?―. La explosión de las calculadoras de bolsillo. Algunos las consideraron un instrumento dañino, casi diabólico, que anularía la capacidad de realizar cálculos mentales. Pasó el tiempo y se comprobó que la calculadora era una simple herramienta que el progreso ponía a nuestro alcance. Nos liberaba de perder tiempo en tareas rutinarias y ayudaba a avanzar en nuestros conocimientos. Solo hizo falta que entendiésemos cuándo era el momento de comenzar a utilizarla. Hoy, las calculadoras vienen integradas en los más simples dispositivos que imaginemos.

            Es vano oponerse a un progreso tecnológico en el que los dispositivos electrónicos son cada día más eficaces. Hay que abrirse a lo que, con un anglicismo, se llama m-learning, es decir, aprendizaje mediante dispositivos móviles. ¿Quién duda de que eso es un avance? Las ventajas son innumerables: se puede aprender en cualquier lugar y en cualquier momento, se desarrollan competencias digitales, se promueve el uso de una metodología más activa, se potencia la creatividad artística y audiovisual…

 


           ¿Qué hay inconvenientes? Claro que sí. Empezamos con la escasez de programas de calidad que sean gratuitos. Hemos de resolver el complejo problema del tratamiento de los datos y asumir el riesgo de caer en un uso abusivo que puede causar daños físicos y crear adicciones. Ese uso abusivo e indebido está en la base de la creación y difusión de vídeos vejatorios, del ciberacoso y de la subida de fotos y vídeos no consentidos. Sin olvidar, de ello tenemos pruebas constantes y numerosas, la difusión de información maliciosa que tanto daño hace a personas, empresas e instituciones. La información maliciosa se da cuando alguien difunde una información falsa sabiendo que es falsa y lo hace con el objetivo de causar un daño.

            Pero ninguno de los peligros expuestos ―le comento a Zalabardo― debiera ser la razón suficiente para la prohibición de móviles, tabletas u ordenadores en la clase. Los tres son dispositivos, herramientas, que pueden facilitar el aprendizaje. El camino para que esas herramientas cumplan el fin para el que han sido creadas es educar en un uso responsable. Esa tarea es una responsabilidad compartida por toda la sociedad y la semilla ha de plantarse en el entorno familiar: qué dispositivo, cuándo y con qué condiciones ponemos en manos de nuestros hijos. No prohibamos el martillo porque podemos chafarnos un dedo; enseñemos a emplearlo de manera efectiva y en el momento preciso. Con ello ayudaremos a formar ciudadanos mejor formados y más libres.

sábado, febrero 10, 2024

TOMAR LA PALABRA


 Era otro tiempo. Un hombre, un poeta, Blas de Otero, escribía: «Pido / la paz y la palabra. He dicho / ‘silencio’, / ‘sombra’, / ‘vacío’…» Hoy son muchos los que nos toman la palabra, sin que se la pidamos siquiera. Tomar la palabra no solo quiere dar a entender que se hace uso de ella, que nos valemos de ella para manifestar lo que pensamos. También ―es otro valor― significa reconvenir a alguien, agarrarse a sus palabras para obligarlo a cumplir lo dicho o para afearle haberlo hecho. Nada habría que reprochar a tomar la palabra, salvo si, haciéndolo, obviamos la realidad de que la lengua es algo cambiante o nos negamos a admitir que existe la posibilidad de cambiar de opinión y el derecho a desdecirse de la palabra antes manifestada.

            Que la lengua no es algo estático y cambia con el tiempo es cosa bien clara de observar. Pensemos que villano, retrete, formidable, azafata…, tienen hoy un significado muy diferente al que tuvieron en tiempos pasados. Y a que alguien puede cambiar de idea y pasar a defender algo diferente a lo anteriormente dicho tampoco podemos ponerle reparos. Ni una cosa ni la otra tienen por qué ser malas. Lo censurable, si acaso, es empecinarse en tomar la palabra a alguien y no permitirle la opción de cambiar, ni siquiera cuando lo hace porque reconoce haberse equivocado o cree haber hallado una opción mejor a la antes manifestada. Y más censurable aún es tomar la palabras ―en este caso valerse de ellas― asignándoles un significado que no les corresponde, para usarlas como arma arrojadiza contra los demás.

            Esto último se da, por desgracia, con demasiada frecuencia en nuestro tiempo. Se usan con demasiada alegría e irresponsabilidad términos y expresiones como dictadura, libertad, fascismo, línea roja, feminismo… sin que valgan para la ocasión y con la malsana intención de atacar a otros. Y lo peor no es eso; lo más condenable es que se haga amparándose en un falso concepto de lo que sea libertad de expresión y desde la falsa perspectiva de que la verdad siempre está de nuestra parte, por lo que damos por sentado que se puede atacar e insultar a «los otros» por la sola razón de que «no son de los nuestros».


            Hace unos días que un amigo, Antonio López Gámiz, me decía: «muy machadiano te veo» o cosa por el estilo a propósito de algo que puse en Facebook. Considero sus palabras un elogio porque ―le digo a Zalabardo― soy admirador incondicional de Machado hasta el punto de que desearía que mis palabras saliesen ―como él afirma de sus versos― «de manantial sereno», aunque soy plenamente consciente de que yo no soy Machado ni n os dan muchas oportunidades para la serenidad. Y bien que siento lo uno y lo otro. La conversación con Zalabardo surgió con motivo de algo que vi igualmente publicado en Facebook en fecha reciente: «Falso es falso, no es no y nunca es nunca». Me pudo el primer impulso y comenté: «¿Seguro?». Reaccioné así porque lo primero que me vino a la cabeza fue el interesante inicio de Juan de Mairena. Ante el enunciado de que «la verdad es la verdad», con independencia de quién la diga, Agamenón y el porquero difieren de criterio: el primero da su conformidad; el segundo no se muestra convencido. ¿Acaso no habrá una verdad que sirva para todos? Cuento esto ―le aclaro a Zalabardo― porque hoy pienso apoyar cuanto diga en la autoridad que concedo al criterio de Machado.

            En Antonio Machado frente a la verdad, interesante artículo de Arturo del Villar, se nos dice que nuestro poeta defiende en tales líneas la existencia de una verdad eterna, inmutable, pero que hay dos modos de acercarse a ella. Para Agamenón, reflejo del hombre culto, ese principio es válido; para el porquero, que representa al ignorante, carece de valor. ¿Pretende enaltecer Machado a uno y despreciar al otro? Ni mucho menos. Un poco más adelante, el maestro Mairena desvela el camino de su pensamiento: «Nunca un gran filósofo renegaría de la verdad si, por azar, la oyese de labios de su barbero [… pero] la mayoría de los hombres preferirá siempre, a la verdad degradada por el vulgo, la mentira ingeniosa o la tontería sutil, puesta más allá del alcance de los tontos».

            Le hago saber a mi amigo mi preocupación ante la situación que vivimos de elevada virulencia, de enfrentamiento feroz, de crispación sin límites, de empleo de demasiadas «mentiras ingeniosas y tonterías sutiles».  No solo en el terreno de la política, sino en todas las áreas sociales. Tomamos la palabra con demasiada ligereza para insultar a los demás y les tomamos la palabra a los demás ―empleo la expresión en su doble sentido― para acusarlos de mendaces. Y eso lo hacemos a cada momento esgrimiendo la libertad de expresión y convencidos de que la verdad reside en nuestros argumentos y no en los de los otros. Cuando tal cosa se hace, no se tiene en cuenta lo que decía Luis García Montero: «La verdadera libertad no está en decir lo que pensamos, sino en pensar lo que decimos». Por cierto, que esto ya se lo planteaba Alicia, el personaje de Carroll.

            «Falso es falso, no es no y nunca es nunca», me repito. «¿Seguro?», me pregunto ahora a mí mismo. Con las palabras, pues esa es su función, expresamos nuestras ideas, transmitimos nuestros pensamientos. Pero una idea y un pensamiento pueden cambiar ―para bien o para mal― y las palabras, el conjunto de lo que llamamos lenguaje, ha de tomarse como herramienta de comunicación que nos una y dé luz, nunca como arma arrojadiza que nos separe. ¿Siempre un «no» ha de significar una negación de la que no sea posible desdecirse? ¿Puede alguien desdecirse de lo que antes dijo sin que se le insulte por ello? En este ambiente enrarecido en que domina el insulto y el desprecio hacia «el otro» solo porque no es «de los nuestros» debo recordar otra vez a García Montero: «Nada justifica el desprecio a un ser humano, porque ningún adjetivo tiene más valor que el hecho mismo de ser humano». Que Agamenón sea culto y el porquero sea ignorante no rebaja en nada la calidad humana de cada uno. Sin embargo, nos empeñamos en valernos solo del lenguaje procaz, pervertidor y falaz del insulto, considerándonos soberbios Agamenones que desprecian a los porqueros. Eso sí que degrada, porque es usar el lenguaje no para abrir caminos, sino para levantar muros. Una pena.



            Y cito de nuevo a Machado. Si «Falso es falso, no es no y nunca es nunca», ¿Cómo interpretar aquello de «Hoy es siempre todavía»? Quienes se aferran al «falso es falso…» se muestran inmovilistas e intolerantes en el terreno del pensamiento a la vez que ignorantes por pensar que la lengua es algo estático y no algo en permanente cambio. Se equivoca quien interprete que esa naturaleza cambiante muestra volubilidad y debilidad. Muy al contrario, es muestra de riqueza y capacidad de adaptación al momento. Igual que la lengua, el tiempo es algo en permanente movimiento. Por tanto, lo que vale es el instante en que vivimos. Lo que aceptamos ayer pudiera no ser aceptable hoy y, posiblemente, mañana deje de servir. No me vale que nos anclemos en el pasado ―eso sería inmovilismo― ni que solo aspiremos al futuro ―que pudiera ser utopía―. Así interpreto yo ese «Hoy es siempre todavía» machadiano.

            Ante la indefensión de las palabras, pues las manejamos según nuestro capricho sin que ellas tengan oportunidad de queja o reclamación por el empleo que les demos, ¿habría que concluir que nada de lo que decimos es verdadero?; ¿tendríamos que pensar que la verdad no existe? Y otra vez acude Machado en nuestro socorro: «¿Tu verdad? No. La Verdad, / y ven conmigo a buscarla. / La tuya, guárdatela».

sábado, febrero 03, 2024

HISTORIAS DE PALABRAS: GRIFO



 ¿Quién, entre nosotros, no ha oído alguna vez la expresión abrir o cerrar el grifo? La primera alude a ‘permitir que algo fluya o se desarrolle libremente’; con la segunda, en cambio, se manifiesta el ‘impedimento a ese libre desarrollo o fluencia de algo’ y, también, ‘dejar de proporcionar dinero o ayuda a alguien’. En este tiempo que vivimos, no cabe duda de la necesidad que hay de cerrar el grifo, pero no metafóricamente, sino en el más literal sentido de la palabra. La falta de agua nos pide prudencia, ahorro, evitar el despilfarro, cerrar el grifo en suma.

        Grifo es una de esas palabras tan cercanas y simples, tan de uso continuado que apenas si nos ofrece la menor duda. Le pregunto a Zalabardo: ¿te has planteado alguna vez por qué al grifo se le llama grifo y no de otra forma? Lo invito a consultar, juntos, el DEL. En la primera acepción encontramos: ‘crespo o enmarañado’; en la 3, ‘entonado, presuntuoso’; en la 4, en ciertos países sudamericanos, ‘que está bajo los efectos de la marihuana’; en la 7, en México, ‘ebrio’; en la 8, ‘animal fabuloso, de medio cuerpo arriba, y de medio abajo león’; y hemos de llegar a la 9 para leer: ‘Llave colocada en la boca de las cañerías, en depósitos de líquidos, etc., a fin de regular el paso de estos’.

            Lo anterior debería hacernos pensar que ese grifo, su nombre, puede que tenga una historia más o menos oculta en la que no solemos reparar. Nos vamos al primer diccionario importante de nuestra lengua, el de Sebastián de Covarrubias, de 1611. Allí leemos que grifo es ‘un animal monstruoso fingido, con pico y cabeza de águila, alas de buitre, cuerpo de león y uñas, cola de serpiente’. Y continúa explicando que los griegos, a partir de ahí, entendieron también por tal palabra una quimera o esfinge, ‘lo que nosotros llamamos… cosicosa, que por entretenimiento los antiguos, después de mesas alzadas en los convites, se proponían unos a otros, y a la primera vista parecían como monstruos compuestos de cosas incompatibles…’


            Parece que ese segundo significado debió tener bastante aceptación. La cosicosa no es sino lo que hoy llamamos el acertijo o enigma conocido como logogrifo, una proposición enredada que hay que adivinar. En su versión más común, se formula mediante anagramas, es decir, presentando palabras diferentes que contienen las mismas letras. Se dan las definiciones y hay que adivinarlas. Por ejemplo: «Ordenadas de una manera, puede ser la moldura que remata una construcción o la faja horizontal que bordea un precipicio; pero si se ordenan de otra, es nombre tanto de flor como de persona. ¿De qué hablamos?» La solución a la primera parte es cornisa; a la segunda, Narciso. Otro ejemplo: «El recopilador de hechos de actualidad se escondía tras ellas» (cronista / cortinas). Lo enredado de este juego nos lleva a entender que el Diccionario académico nos hable, en primer lugar, de ‘crespo o enmarañado’.

            Lo otro parece no tener complicación: un grifo es un animal fabuloso. El Diccionario de Autoridades (1734) solo acoge esta versión, defendiendo la forma grypho como más acertada. Consulto y veo que la palabra proviene del latín griphus, que Apuleyo utiliza como ‘enigma’, la cual, a su vez, viene de γρύϕ y posteriormente γρύπός, que significa ‘curvo, aquilino’.

            De acuerdo ―me dice Zalabardo―, pero ¿cómo se llega a lo que comúnmente llamamos grifo y cómo se llamaba antes? En nuestra lengua ―le digo―, esta llave que abre o cierra el paso de un líquido, se llamó siempre canilla o espita, indistintamente, y los más clásicos diccionarios así lo demuestran. Curiosamente, Covarrubias define canilla como ‘la espita que se pone a la cuba o tinaja para ir sacando por ella el vino’; y define la espita como ‘la canilla que se pone a la cuba…’

            Sería preciso que llegásemos a 1884 para que el Diccionario de la Academia recogiese grifo en entrada diferente a la del animal fabuloso. Lo define así: ‘llave, generalmente de bronce, colocada en la boca de las cañerías y en calderas y otros depósitos de líquidos’. Lo que sí se conocía y desde 1803 era grifón: ‘cañón de metal con su llave, agujereada en un extremo, que dándole una media vuelta sirve para sacar el agua de las fuentes’. Pero notemos que se da ese nombre al conjunto de la cañería y la llave.

 


           Me parece muy bien ―insiste Zalabardo―. Lo que me interesa es la razón o motivo por el que lo que designaba a un animal o un acertijo acabase por ser el grifo tal como hoy lo entendemos. Y tengo que decirle que no hay una seguridad total en lo que se dice, aunque sí algunas teorías. Corominas, por ejemplo, dice que tal cosa acaeció por la costumbre ―que algunos sostienen que se remonta a la época romana― de adornar las cañerías de salida de agua de las fuentes con cabezas de animales fabulosos e incluso de personas. Y cuando el suministro de agua se fue extendiendo por edificios y ciudades haciendo necesario un sistema de control para abrir o cerrar el flujo, a esa llave se le siguió llamando grifo.

            Aquí no acaba todo. Pero le digo a mi amigo que, continuar, exigiría más tiempo y espacio. Por ejemplo, que en muchos países sudamericanos se emplea grifo, -a como adjetivo, para señalar a quien está ebrio o bajo los efectos de la marihuana. Eso nos llevaría a buscar la razón de que uno de los nombres del cannabis sea grifa. Y nos ayudaría a entender el significado de un refrán mexicano: lente oscuro, grifo seguro que se aplica a quien desea ocultar el enrojecimiento de los ojos mediante gafas oscuras.