jueves, septiembre 21, 2006

EL NOMBRE DE LOS NOMBRES

Aunque alguien pudiera pensarlo tras leer el título, no es mi intención escribir sobre Juan Ramón Jiménez ni sobre su faceta creadora. Lo que sucede es que se me ha ocurrido hacer uso de ese título mientras pensaba (en tanto que escuchaba un cante flamenco) en la alta función de dar nombre a las cosas. Por tal función, el hombre se acerca un poco a la divina tarea de creación del universo. Desde que Adán, si es que fue él, iba diciendo "esto se llamará árbol, aquello se llamará cebra", etc., nada aparece en el mundo a lo que no haya que imponerle un nombre.
Bien es verdad que algunos nombres se las trae; ¿a quién, en el mundillo culinario, se le ocurriría dar a un plato el nombre de olla podrida o bautizar a otro como ropa vieja? Zalabardo, que me conoce bien, se me anticipa y pide que no vaya a contar ese trabalenguas tan viejo y tan malo sobre quién pondría determinados nombres. Pero yo no me resisto y lo suelto aquí. Es aquel de ¿quién llamaría a la cama cama y a la cómoda cómoda si la cama es más cómoda que la cómoda?
Pero tampoco de los nombres, en general, quiero hablar, sino de los de las calles. En este terreno, siempre he defendido que hay nombres permanentes y exactos, mientras que otros no dejan de ser contingentes y efímeros. No sé por qué los ayuntamientos se preocupan tanto de bautizar calles con nombres rimbombantes de individuos ideológicamente afines al consistorio de turno, los nombres perecederos de los que hablo, si al final es el pueblo quien de verdad atina y llama a las calles de forma indubitable por algo que en ellas hay, por lo que son, por ser camino hacia algún lado, o por cualquier otra razón. Siempre ha sido así. Hablo de mi pueblo; allí hay una calle de las Comedias, una calle de la Cilla, una Carrera; una Cuesta del Higueral y Cuesta del Casino; una calle Rehoya y una calle Cañá(da); y, por no seguir más, unas calles de Sevilla, Écija, Antequera o Granada. Hubo un tiempo en que alguien las rebautizó y se emplearon nombres como General Franco, Queipo de Llano, Sor Ángela de la Cruz, Luis Barahona de Soto, etc.
Esos nombres postizos siempre terminan por caerse y, al final, se vuelve al nombre primigenio y verdadero, aquel que, en verdad, nunca ha dejado de utilizarse. Zalabardo me recuerda la historia reciente de un médico nacido en un pueblo malagueño al que, en su lugar de nacimiento, dedicaron una calle. Él lo cuenta de esta manera: "En mi pueblo, a la calle de la Fuente le han puesto mi nombre; espero que cuando ganen las elecciones los otros no sean tan hijoputas de quitarme la placa."
De todo esto que hablo me he acordado mientras escuchaba a José Menese cantar esa letra (creo que es un tiento) que dice:
Cuándo llegará el momento
que las agüitas vuelvan a su cauce:
las esquinas con sus nombres,
sin reyes ni roques,
ni santos ni frailes.
Confiemos en que todo, en el momento de la verdad, que será aquel en que hayamos recuperado la recta conciencia de las cosas, recobre el nombre de sus nombres.

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