jueves, julio 05, 2007

LAS MARGARITAS DE ENOL

Enol y Ercina son dos lagos que se sitúan en el corazón del Parque Nacional de Covadonga. Se llega a ellos cogiendo una estrecha carretera que arranca desde la monumental basílica de la santina de los asturianos. Conforme vamos subiendo, no debe extrañarnos hallarla interrumpida por alguna indolente vaca a la que se le ha ocurrido echarse en medio de ella para sestear un poco.
He estado por aquellos parajes dos veces, hace tiempo que no he vuelto a ir, y lo que menos me gustó siempre fueron las innumerables pintadas de los aficionados al ciclismo que animaban con ellas a sus ídolos y que rompían la belleza del lugar. En los días claros, la superficie del lago refleja con nitidez el cielo azul y las montañas que lo circundan. La primera vez que subí tuve ocasión de encontrar, entre tanto visitante como pululábamos por allí, un auténtico vaqueiro que no hacía sino renegar de los turistas. Cruzamos unas palabras y, en un momento de la breve charla, no sé a cuento de qué, me dijo: "Pero esto no ha sido siempre un lago". Picado por la curiosidad, le rogué que me aclarara qué querían decir sus palabras.
En un tiempo ya muy lejano, comenzó, todo el terreno que hoy cubren las aguas estaba ocupado por una gran majada y por las cabañas que tenían construidas los pastores que cuidaban el ganado. Sucedió que un día, sobre estos parajes se desató una gran tormenta como nunca antes se había visto otra ni se vería después. Los pastores, aunque son gente que no teme al monte ni a los elementos que en él se desatan con frecuencia, tuvieron que abandonar sus tareas y refugiarse en las cabañas. Como se iba acercando la noche y no cesaba de llover, permanecieron al calor del fuego hablando y contándose historias diversas.
No habría pasado mucho de la media noche cuando se oyó llamar en una de las cabañas. Era una pobre niña de aspecto deplorable. Presentaba la ropa toda empapada por el agua y temblaba de frío, por lo que apenas podía articular palabra. Venciendo a duras penas el castañeteo de los dientes, pidió por caridad que la acogieran para guarecerse de la lluvia hasta que llegase el nuevo día. Los pastores, que también habían estado bebiendo, se burlaron de ella y la despidieron de allí profiriendo palabras soeces.
No tuvo mejor suerte la niña en el resto de las cabañas. Parecía que la maldad y el egoísmo se habían adueñado de aquellos rudos hombres. La niña continuó vagando sin rumbo. Los pies se le hundían en el barro y las ropas pesaban lo indecible por la cantidad de agua que habían empapado, en tanto el temporal seguía con la misma violencia y la luz de los relámpagos iluminaba la inmensidad del monte. En uno de estos breves momentos en que todo se veía como si fuera pleno día, acertó a distinguir una pequeña gruta de cuyo interior salía una débil luz. Llegó hasta ella y penetró. En su interior encontró, iluminada por la parpadeante llama de una vela, a una pastorcilla que, puesta de rodillas, rezaba devotamente para que la tormenta amainase. Al ver a la niña y el estado en que se encontraba, se levantó y la llamó hacia sí, le dio una manta con la que abrigarse y le ofreció lo poco que tenía: un poco de pan, un trozo de queso y algo de leche. Fuera, parecía llover cada vez más torrencialmente.
Las horas transcurrieron lentas, pero, al fin, comenzó a clarear el día y la lluvia, poco a poco, cesó. La niña y la pastorcilla salieron y pudieron contemplar un espectáculo atroz. La majada y todo el ganado, las cabañas y los pastores que en ellas habían estado refugiados, habían desaparecido bajo las aguas. Ahora todo era un lago profundo en el que no quedaba rastro de vida.
La niña que había buscado allí amparo durante la noche no pudo contener su dolor y rompió a llorar. Lo portentoso fue que, nada más tocar el suelo, donde había caído una lágrima brotaba una margarita. La pastora no salía de su asombro. Podía ver que, al mismo tiempo que lloraba y nacían margaritas sin cesar, a la niña la iba envolviendo un halo de luz sobrenatural hasta que, poco después, tanto la luz como la niña desaparecieron dejando el suelo regado de margaritas. Una indefinible sensación de felicidad se apoderó de la pastora, que no daba crédito a sus ojos. Pero pronto comprendió que quien había pasado con ella parte de la noche no era otra que la Virgen María Niña.
Y el pastor terminó diciendo que lo que pasa es que nadie se atreve, pero que si alguien osase investigar el fondo del lago, aún se podrían encontrar los restos de las cabañas y los esqueletos de los pastores que no pudieron eludir su muerte.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Entre las muchas urbanizaciones que rodean mi colina, hay varios vecinos aficionados a la bicicleta. Salen regularmente los domingos por la mañana y alguna que otra tarde, y resulta pintoresco verles congregados, minutos antes de la salida, ataviados con sus vestimentas típicas, vistosas y coloridas, y con sus estilizadas máquinas de correr.
A menudo nos encontramos con ellos los domingos muy temprano, en la zona baja de Benalmádena, cuando mis amigos y yo descendemos de nuestra loma para pasear por la paya. Son tantos años de salidas y paseos que ya hasta nos conocemos, y la mayoría de las veces los volvemos a encontrar en la misma terraza donde se citan, pero esta vez para refrescarse y recuperar líquido mientras comentan algunas de las incidencias del recorrido del día.
Entre ellos va mi amigo Juanillo, de mediana edad, enjuto y seco y que, a decir de los compañeros, corre como un galgo, pero en bicicleta.
Todos ellos son buenos aficioandos y se lamentan mucho del mal estado de las calles, de las carreteras y del poco cuidado que a veces tienen los conductores con los ciclistas. Juanillo dice que "algunos pasan tan rozando que le despegan las etiquetas". También se lamenta mucho de lo poco cuidadas que están las cunetas, siempre llenas de grava suelta, piedras, baches, tornillos y cristales, que las hacen intransitables.
Ninguno de ellos hace pintadas en el suelo ni en otra parte para animar a los corredores de otras carreras, aunque van a verlos cuando la ocasión lo permite. No hace mucho me contó que una tarde, subiendo hacia Pizarra, se toparon con un rebaño de ovejas, con pastor y perro incluidos. Era una curva cerrada y muy pendiente en la que las bicis iban casi al paso de las personas. De pronto les llamó la atención una oveja madura que balaba nerviosa curva abajo, obligándoles a parar en la cuneta. A la oveja le acompañaba uno de los perros del pastor, también nervioso, mientras que aquél, unos metros más arriba, parecía estar al margen de lo que pasaba. Tanto la oveja como el perro querían subir por el terraplén de la otra cuneta, excesivamente pendiente, sin conseguirlo. Así ocurrían las cosas cuando por fin entendieron el nerviosismo de ambos animales: una pequeña oveja llamaba a la madre sin cesar, encaramada en lo alto del terraplén y sin encontrar la manera de salir de allí. Ante esta situación, Juanillo montó de nuevo en la bici y llegó hasta el pastor para decirle lo que estaba pasando en la curva de más abajo. El pastor se percató inmediatamente de la situación, corrió hacia abajo dando al mismo tiempo órdenes al perro, que de inmediato subió unos metros carretera arriba hasta encontrar la estrecha vereda que llevaba hasta la ovejita. Al mismo tiempo, Luis, otro de los ciclistas, ya se había quitado las botas de ciclista y se estaba encaramando ladera arriba, a riesgo de desprenderse, para llegar hasta la oveja descarriada. No llegó a tiempo porque "Pichón", que así se llamaba el perro, llegó antes hasta "Tea", la joven oveja de una semana de vida. La madre de Tea siguió a Pichón con mucha diligencia y llegó a ella instantes después; luego, después de un breve encuentro en el que madre e hija celebraban el feliz desenlace, salieron los tres vereda abajo sin más problemas, pero al intrépido Luis hubo que ayudarle entre todos a bajar incólume hasta la cuneta, gracias especialmente al pastor que era el único que llevaba calzado adecuado. Una semana después de aquel incidente, Luis aún se lamentaba de las pequeñas heridas de sus pies al intentar subir por aquella ladera.
El viejo de la colina