miércoles, agosto 27, 2008


LIMPIA, FIJA Y DA ESPLENDOR
Comento con Zalabardo que hay muchas personas en las que anida una equivocada idea de lo que sea o deba ser la Real Academia. Por lo pronto, la Academia no es una Institución que dicte normas rígidas que hayan de ser seguidas, ni tampoco organismo represor de quienes no respeten sus dictados. La Academia, por el contrario, se limita a ser notaria que da cuenta de los comportamientos de los hablantes y de la evolución de la lengua dando cabida en su corpus a todas aquellas formas que se han hecho de uso generalizado. Tan solo hace falta fijarse en su historia.
Nuestra lengua, al menos en su faceta escrita, lo dijimos hace unos días, halla sus raíces allá por el siglo X, poco más o menos. La Real Academia, en cambio, es una creación moderna, producto de aquel espíritu curioso propio del siglo de la Ilustración. Su nacimiento, en 1713, se debe a la iniciativa del marqués de Villena, don Juan Manuel Fernández Pacheco y la aprobación de su constitución la aprobaría poco después, en 1714, el rey Felipe V. Su intención primera, según leemos, es "fijar las voces y vocablos de la lengua castellana en su mayor propiedad, elegancia y pureza". Esto es, arriba abajo, lo que leemos en el mote que rodea el crisol que sirve de escudo a la Institución. Y en sus estatutos, el artículo primero dice que su misión es "velar porque los cambios que experimente la lengua española en su constante adaptación a las necesidades de los hablantes no quiebren la esencial unidad que mantiene en todo el ámbito hispánico".
Si la lengua es de los hablantes y la Academia una mera supervisora, ¿queremos decir que todo cambio es válido, que toda evolución ha de ser sancionada con su visto bueno? Ni mucho menos, algunos comportamientos lingüísticos deben ser rechazados por erróneos u opuestos al espíritu de nuestra lengua. Ahí están todas las obras académicas, desde la Ortografía a la Gramática, que nos ayudan a conocer cuál es el recto modelo que habría que seguir. Ellas nos informan, nos guían, nos ayudan a decidir ante circunstancias novedosas para que no se quiebre esa "esencial unidad". Nada más. Y nada menos, porque ello indica que es nuestra la responsabilidad de conocerla y cuidarla; como decía uno de mis maestros, don Manuel Alvar, que en nuestras manos está que, si no somos capaces de enriquecerla, al menos no la empobrezcamos. Veamos un breve ejemplo de esta labor de guía de la que hablo: en la página web de la Academia, podemos encontrar una sección titulada La palabra del día; ayer se nos hablaba de piolet, de su significado, de la razón de esa t final por su origen foráneo y de que deberíamos emplear mejor la forma piolé (como bidé, carné, corsé, etc.); hoy, la palabra es tizne y, entre otras cosas, nos indica que su género (¡ay, los quebraderos de cabeza que el género nos da en estos tiempos!) es ambiguo, por lo que se puede decir tanto la tizne como el tizne. Pero, a partir de ahí, nosotros veremos lo que hacemos y, al final, la Academia dará cuenta de lo que los hablantes hacemos.
Y visto lo visto, lo cierto es que, dicho sea de paso y sin que nadie se moleste especialmente, no somos demasiado cuidadosos con nuestros modos de hablar y de escribir; ni siquiera aquellos de quienes se supone que les cabe una mayor responsabilidad: muchos periodistas, algún que otro escritor, más de un profesor... Veamos unos ejemplos. Con relación al desgraciado accidente aéreo de hace unos días, pude leer en la prensa una cabecera que decía El día después del accidente y un titular en el que se afirmaba que el avión debía pasar en ocho días una revisión. ¿Se habrá comentado un montón de veces las incorrecciones contenidas en giros del tipo el día después o en ocho días? Pues sigue habiendo quien no se entera. Resulta que después es un adverbio y, por ello, no se puede aplicar a un sustantivo, por lo que habría que decir el día siguiente. Y en la otra construcción, la preposición en indica el tiempo de duración de la revisión, no cuándo se debe hacer esta; para indicar tal circunstancia, deberíamos decir y escribir dentro de ocho días.
Otros dos ejemplos de diferente naturaleza: en una crónica deportiva, el cronista escribía maldecimos cuando lo que quería decir era maldijimos, pretérito perfecto simple del verbo maldecir, irregular y que se conjuga como decir. Y en una crónica de sucesos se incluía la frase envestido de energía descomunal. No es que no exista el verbo envestir, que existe; pero si nos molestamos en consultar el diccionario, veremos que es forma poco usada y que lo adecuado es utilizar investir; de esa manera, además, no podrá nadie confundirlo con el verbo de forma homófona embestir.
Terminamos. ¿Qué debe hacer la Academia en estos casos? ¿Poner unas orejas de burro a los infractores y obligarlos a escribir quinientas veces que esos errores no deben cometerse? Sin embargo, si por la influencia que tales infractores ejercen sobre los hablantes comunes esos usos se generalizan, la Academia no tendrá más remedio que acogerlos y dar cuenta de ellos. De hecho, en el Diccionario de dudas ya aparece recogido el uso ampliamente extendido de después como adjetivo.

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