martes, abril 28, 2009


HOY LAS CIENCIAS ADELANTAN...
No mucha gente sabe que mi vocación frustrada es la de periodista. Desde una edad muy temprana me atrajo no solo la tarea de redacción de contenidos, la labor propia del reportero, sino el mismo proceso de producción periodística: la maquetación, la composición de páginas, la ilustración, la documentación, la impresión. Todo me parecía especialmente atractivo y en cualquiera de las facetas de creación del producto periodístico me imaginaba como pez en el agua.
Aún recuerdo la época, todavía no había conocido a Zalabardo, en que, de niños, y por la influencia que en nosotros tuvo una revista que conocimos en el colegio, nos propusimos editar la nuestra propia. Éramos tres amigos, Pepe Zamora, José Manuel Ramírez y yo, que habíamos fundado primero un club y, luego, fuimos lo suficientemente osados como para editar una revista, Urso fue su nombre. Nos servimos, primero, de una antigua multicopista de alcohol que estaba arrumbada en el Ayuntamiento y, después, de una no mucho más moderna de tinta que no sé de dónde nos consiguió un fraile, Fray Tarsicio, a quien acudimos en solicitud de ayuda. No sé cuál de las dos fallaba más. Podéis imaginar cómo terminaban de tinta nuestras manos y ropas y cuánto papel inutilizábamos en la confección de cada número. No sé cuántos llegamos a imprimir, pero, en cualquier caso, fue una bonita aventura.
Con el tiempo, aquella vocación no pudo hacerse realidad, porque hubiese tenido que marchar a Madrid y mis padres no me podían sufragar los gastos. Eso fue lo que terminó por decidirme a estudiar filología románica. Aun así, en mi interior queda todavía un pequeño rescoldo de aquella afición frustrada.
De entonces a hoy, la confección de un periódico ha cambiado mucho. Todas las profesiones han tenido, no cabe duda de ello, lo que podríamos llamar sus periodos románticos, considerando tales aquellos en que la intervención manual en la obtención final del producto tenía una importancia de primer orden. El avance de la técnica y la aparición de nuevos métodos más o menos automatizados de producción han ido relegando aquella primitiva elaboración manual a términos poco menos que testimoniales. Esto que digo vale no solo para el periodismo, aunque en eso sea en lo que ahora pienso.
Es claramente una exageración, pero diríamos que hoy es suficiente disponer de un ordenador y de una imprenta para sacar a la calle un periódico y lo que en tiempos fue un trabajo que se distinguía porque uno terminaba sin remisión manchado hasta las cejas de papel de calco y de tinta, hoy es una pulcra actividad, o casi. Los trabajos de redacción, maquetación, composición, etc., se hacen con ayuda de programas informáticos. De hecho, el procesador de textos con el que estoy escribiendo me permite organizar lo que escribo en columnas de diferente anchura, jugar con los tipos y darles el tamaño y forma deseados; en suma, todo eso que se conoce como edición de textos.
Pero tanta facilidad en la composición provoca más de una vez fallos no deseados y que se escapan porque hay tanta fe en los correctores que se utilizan, también programas creados ex profeso, que se descuida la función de los antiguos correctores que cuidaban con exquisitez que los textos presentasen el menor número posible de errores. Y todo porque se confía en exceso en los programas de corrección sin tener en cuenta que hay opciones que dichos programas no recogen, por la razón que sea.
No este domingo pasado, el anterior, en un periódico como El País, pude recoger unos cuantos fallos que afectaban a algo tan simple como la división silábica de las palabras a final de línea. Mira que las normas que regulan esto son fáciles, pues se reducen a solo tres, que pongo aquí: a) El guión no debe separar letras de una misma sílaba (así, teléfono se puede separar te-léfono, telé-fono o teléfo-no); b) Dos o más vocales seguidas no pueden separarse ya constituyan diptongo o triptongo, o formen hiato (así, can-ción, tiem-po, tea-tro, averi-guáis, pla-tea); y c) Cuando la primera sílaba de una palabra es una vocal, no se podrá dejar sola a final de línea (así, amistades, se dividirá amis-tades o amista-des). Cada una de estas reglas tiene su excepción: la primera: cuando una palabra está integrada por dos que funcionan independientemente, será potestativo dividirla separando sus componentes aunque la división no coincida con el silabeo (podrá dividirse nos-otros y des-amparo o noso-tros y de-samparo); la segunda: podrán separarse las dos vocales si pertenecen a elementos de una palabra compuesta (contra-espionaje); la tercera: esa vocal podrá quedar sola si va precedida de h (he-rederos).
Pues bien, en solo tres textos, pude contar hasta siete palabras mal divididas a final de columna: en un texto de información nacional se podía leer Rub-alcaba; en una crónica deportiva se leía por dos veces Ba-rça y Sto-jkovic, aunque en esta quepa la disculpa de ser una palabra de otro idioma; y en una colaboración de El País Semanal, se leía carabin-eros, adel-ante y sug-irieron. No quiero imaginar cuántos casos más habría en la totalidad del periódico. ¿Hay quien dé más? ¿Tan difícil resulta adaptar los programas de corrección a la normativa lingüística? Si esa fuese la razón, el remedio es simple: vuelvan los antiguos correctores, aunque eso suponga algún puesto de trabajo más. Tal como está el patio, no sería mala cosa.

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