jueves, mayo 21, 2009

MIEDO AL MESTIZAJE

Venimos leyendo desde hace días cómo Berlusconi (¿qué explica que un individuo de su calaña llegue a regir los destinos de un país?) manifiesta a los cuatro vientos que no tolerará una Italia multiétnica, declaración que viene avalada por el comportamiento de su Gobierno en el asunto de la denegación de acogida a un gran número de los inmigrantes que llegan al país e incluso la consideración de la propia inmigración como delito.
Esto, que pudiera parecer un asunto interno y exclusivo de la política italiana no es sino una muestra de una corriente más generalizada, diríamos que en la casi totalidad del territorio europeo, y habría que hacerla extensiva al conjunto de eso que llamamos primer mundo: la del rechazo de quienes forman parte de aquellos grupos que sentimos diferentes de nosotros. Dicho rechazo es más que nada consecuencia del miedo cerval que sentimos a una plena integración y lo que ello conlleva, miedo a la mezcla de razas, al mestizaje.
Me dice Zalabardo, y no le falta razón, que este miedo, aunque creamos que nuestra situación es diferente a la italiana, es también perceptible en España y no es asunto de la época actual, sino que es una constante de toda nuestra historia. Ya tras la conquista del reino de Granada, los Reyes Católicos dieron una Pragmática en 1499 por la que se obligaba a judíos y musulmanes dominados a convertirse al cristianismo bajo pena de expulsión del reino. Pero las relaciones entre quienes aceptaron la conversión y los cristianos viejos no serían nunca buenas, lo que derivó, con el paso del tiempo, en el decreto de abril de 1609 que firmó el duque de Lerma, en nombre del rey Felipe III, por el que se determinaba la expulsión de los moriscos, descendientes de aquellos musulmanes conversos que decidieron permanecer en nuestro país, que, por otra parte, lo era también de ellos. El decreto encerraba disposiciones realmente duras: ...que todos los moriscos de este reino, así hombres como mujeres, con sus hijos, dentro de tres días de cómo fuese publicado este bando en los lugares donde cada uno vive y tiene su casa, salgan de él y vayan a embarcarse a la parte donde el comisario les ordenare... Que cualquiera de los dichos moriscos que, publicado este bando, y cumplidos los tres días, fuese hallado fuera de su propio lugar, pueda cualquier persona, sin incurrir en pena alguna, prenderle y desvalijarle... y si se defendiere lo pueda matar... Ahora se ha cumplido el cuarto centenario de aquel hecho.
Los moriscos expulsados, se dice, fueron algo más de 300.000. Eso, en un total de ocho millones de habitantes, suponía la expulsión del 4% de la población. El número no es en absoluto despreciable y las consecuencias no pudieron menos que ser desastrosas para la economía del país. No olvidemos que en una sociedad con tantos nobles y tantos celosos de su hidalguía, los moriscos constituían la mayor parte, en algunas regiones, del pueblo llano que mantenía la agricultura y el comercio. Y lo que no puede obviarse de ninguna de las maneras es que todos ellos eran españoles no ya de segunda generación, sino en muchos casos de tercera y cuarta. Los especialistas hablan de qué razones pesaron más en la expulsión, si las económicas o la raciales; Zalabardo me pide que no entre en tales cuestiones, que hacen olvidar lo principal, que fueron españoles expulsados por españoles a causa de motivos más raciales y religiosos que de otro tipo. En 1749 les tocaría el turno a los gitanos.
Los moriscos expulsados vivían principalmente en las zonas de Aragón y Valencia, pero no escaseaban en Murcia ni en Andalucía. La tesis de Zalabardo es que la realidad impediría a los gobernantes y a cuantos los animaban evitar el mestizaje, porque el mestizaje era ya un hecho: España, como todos los pueblos del mundo, fue fruto no de uno sino de muchos mestizajes, escribió Sánchez-Albornoz. Puede que en las ciudades lo notemos menos, pero los pueblos dan continuamente fe de lo que decimos. La toponimia, el urbanismo, las actividades agrícolas nos lo muestran a cada momento.
Me habla Zalabardo de la Axarquía ('el territorio que está al este'), de sus pueblos (Macharaviaya, 'la alquería de Abu Haya', Iznate, 'el castillo', Nerja, 'manantial abundante', etc.) y de su ruta mudéjar (Arenas, Archez, Salares, Daimalos, Sedella...) como ejemplo típico y prueba fehaciente de ese mestizaje. Cualquiera de estos lugares axarqueños presenta las paredes de sus calles llenas de azulejos que recuerdan un pasado morisco.
Y, por último, si atendemos a la lengua, es preciso recordar que los arabismos constituyen el segundo grupo en importancia, después del latín, de nuestro léxico. Son instituciones: alcalde, alguacil, albacea; el comercio: arancel, tarifa, aduana, almazara; el urbanismo: arrabal, alquería, aldea, alcoba, zaguán, albañil, tabique, azulejo, alcantarilla; vida doméstica: tarea, alfarero, taza, jarra, alfiler, albornoz, babucha, almíbar; labores agrícolas, regadíos y frutos: acequia, aljibe, noria, alcachofa, algarroba, alfalfa, azafrán, azúcar, aceite, azahar, adelfa, acebuche, jara... Y así se podría seguir bastante tiempo. Y, pese a todo ello, y después de haber sido nosotros mismos emigrantes no hace tanto, les seguimos negando el pan y la sal a los que ahora llegan buscando una vida mejor.

No hay comentarios: