martes, junio 09, 2009


LIBROS ELECTRÓNICOS
Desde su aparición sobre la tierra, el libro siempre ha tenido, de vez en vez, más de un enemigo irreconciliable. Por eso no debe extrañarnos que en el que habría que considerar el libro de todos los libros, dejando a un lado la Biblia, ya en sus comienzos encontremos ejemplos claros de esta inquina hacia ellos. Estoy hablando, naturalmente, del Quijote y de su capítulo sexto, en el que se los acusa de ser origen de la extraña enajenación del hidalgo. Habla así la sobrina del cura: No hay para qué perdonar a ninguno, porque todos han sido los dañadores; mejor será arrojallos por la ventana al patio y hacer un rimero dellos y pegarles fuego; y, si no, llevarlos al corral, y allí se hará la hoguera.
Ya en el siglo XX, en una de las dos novelas de ciencia-ficción más desasosegantes que yo haya leído, Farenheit 451, de Ray Bradbury (la otra es 1984, de George Orwell), se nos retrata una sociedad en la que la razón de ser de los bomberos no es apagar fuegos, sino, paradójicamente, provocarlos para quemar libros. Porque en esa sociedad leer está totalmente prohibido ya que es una actividad que incitaría a pensar, cosa que está igualmente prohibida. En un determinado momento, el jefe de la brigada de bomberos dice a Montag, el protagonista: Un libro es un arma cargada en la casa de al lado. Quémalo. Quita el proyectil del arma. Domina la mente del hombre. ¿Quién sabe cuál podría ser el objetivo de un hombre que leyese mucho? El título de la novela, como sabemos, se refiere a la temperatura, en la escala farenheit, a la que el papel de los libros se inflama y arde (su equivalente en la escala celsius es 232.7 grados, según me indica Zalabardo).
De los libros no se ha temido su materialidad física, sino su contenido, lo que en ellos se dice. Porque los libros abren ante nuestro ojos mundos (reales o fantásticos) que atraen e inflaman la imaginación, que nos permiten ser totalmente libres. En el mundo imaginado por Bradbury había que ser feliz por ley, norma que dificultaba, se daba por supuesto, la lectura de libros. Y siempre ha habido censores que se han creído en la obligación de controlar y de determinar cuándo y qué hemos de leer. ¿Recordáis el castigo tramado en El nombre de la rosa, de Umberto Eco, para quienes osasen leer aquel tratado sobre la risa de Aristóteles que se conservaba en la biblioteca del monasterio?
La Iglesia tuvo su propio catálogo de libros prohibidos, el Index Librorum Prohibitorum, que, con el concilio Vaticano II dejó de actualizarse y aplicarse, aunque oficialmente no esté derogado. No obstante, se encarga Zalabardo de recordarme que una de las ramas de la Iglesia, el Opus Dei, sigue teniendo su propia lista de catalogación moral de libros, que quedan clasificados en seis grupos que van desde el 1, libros que pueden ser leídos incluso por niños, según se dice allí, hasta el 6, libros de lectura totalmente prohibida y que requieren para ello un especialísimo permiso del Prelado, autoridad máxima de la secta, organización, rama o cualquier cosa que sea. Sería largo dar ejemplos de lo contenido en dicha lista, pero no resisto ofrecer algunos casos. Por ejemplo, Hijos de la ira, de Dámaso Alonso, está incluido en el grupo 4, es decir, que puede ser leído solo por personas que tengan formación y necesidad de su lectura, y aun ello con permiso del director espiritual. En el grupo 5, libros que no pueden ser leídos salvo con un permiso expreso de la Delegación, están El árbol de la ciencia o San Manuel Bueno, mártir. Y en el grupo 6, ya explicado, aparecen Cien años de soledad, con otras obras de García Márquez; Ulises, de Joyce; La colmena, Pantaleón y las visitadoras, de Vargas Llosa; prácticamente toda la producción de Francisco Umbral y una obra científica tan peligrosa como Cosmos, de Carl Sagan.
Hoy, la discusión sobre libros gira más en torno a su soporte que en torno a su lectura. Hay, como en todo, agoreros que dicen que el libro en su formato tradicional, con hojas encuadernadas y tapas, está llamado a desaparecer en pocos años. Estos, lógicamente, defienden que el futuro pertenece al libro electrónico, dotado de memoria en la que ya vendrán cargados una serie de títulos y en la que se podrán descargar otros. Lo cierto es que los dispositivos lectores son ya numerosos y en una reciente encuesta, el 5% de las personas encuestadas confesaba tener uno de ellos; el 75% decía conocer una o varias marcas y solo en 20% reconocía no haber oído hablar de ellos. Parece que por ahora la delantera la lleva el dispositivo lector Kindle, de Amazon, seguido del Sony Reader. Incluso hay uno, Papyre 6.1, fabricado por una empresa granadina.
Le digo a Zalabardo que posiblemente el libro electrónico suponga una mayor dificultad para los censores, pero que, en todo caso, nosotros pertenecemos a la generación del libro de papel y que el placer de pasar las hojas, incluso mojando en saliva las yemas de los dedos, o el del olor de la tinta en un libro recién impreso que abramos, no lo puede proporcionar ningún aparato electrónico por avanzado que sea. Pero él me replica que no diga que de esta agua no beberé, porque lo mismo afirmaba del ordenador y mira ahora cómo estamos. Lo peor del caso, o tal vez lo mejor, es que tiene razón.

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