jueves, mayo 27, 2010


HABLAR PULIDO

Bien sabe Zalabardo, porque no en vano llevamos muchos años juntos, que yo no soy tiquismiquis ni mojigato en esto de expresarme, ya sea hablando o escribiendo. Sí es verdad que me gustaría poder aplicarme la norma que exponía Juan de Valdés cuando decía aquello de que el estilo que tengo me es natural, y sin afectación ninguna escribo como hablo, etc., aunque la mayoría de las veces no lo consigo, que yo bien lo quisiera.
Hoy quiero traer aquí, a cuento de eso que digo, dos cuestiones de estilo de habla (da lo mismo que sea oral que escrita, aunque se da más en la primera) frente a las cuales mi posición es diferente. Por un lado está lo que viene en llamarse palabras malsonantes y, por otra, lo que algunos dan en llamar, de un tiempo a esta parte, expresiones hirientes u ofensivas.
Respecto a las primeras, nunca he sido de la idea de que aporten nada a los mensajes que emitimos y, muchas veces, aparte de ser manifestación de poca elegancia, lo que suponen es pobreza expresiva. Debo decir que no suelo emplear tacos ni comulgo con esa idea que algunos defienden de que “nada es más expresivo que un ¡coño! bien colocado”. Pero en nuestro tiempo, el taco parece haberse democratizado y circula por más canales de los debidos. Sobre todo en radio y en televisión, porque la prensa parece librarse por el momento de tan fea moda. Los tres libros de estilo que consulto coinciden en considerar inadecuado el empleo de palabras malsonantes y solo admiten su inclusión cuando tienen un auténtico valor informativo. Eso sí, dan por sentado que, si hay que usarlas, se escribirán completas y nunca de forma disimulada, porque no hay cursilería mayor que la de escribir lo llamó hijo de p. o lo llamó hijo de las cuatro letras o cosas por el estilo, cuando lo que se dijo fue hijo de puta.
No tengo ya las ideas tan claras con aquellas expresiones que, según el libro de estilo de El País, son “frases ofensivas para una comunidad”. Lo primero de todo es que no me resulta tan patente el carácter ofensivo de las mismas, aunque vivimos en una etapa de corrección política en el comportamiento y en la expresión y eso es harina de otro costal, ya que a veces se ven intenciones donde no las hay. Pongo un ejemplo: una cuñada mía, hablando de cuando tuvo a sus hijas, decía que, frente a lo que sucedió con las otras, “a su Anita la parió como una gitana”. Quería decir, ni más ni menos, que fue un parto natural, sin ninguna otra ayuda que la de simplemente una comadrona. Y lo decía con orgullo. ¿Se puede considerar ofensiva la expresión parir como una gitana?
Sucede que, según la interpretación que yo hago de estas frases, en ellas intervienen, al menos, tres factores. El uno es que su aparición casi siempre responde a una situación social, e incluso histórica, concreta que, una vez superada, deja su rastro en una forma de hablar. Así se explica que digamos que hay moros en la costa cuando queremos dar a entender que ‘existe peligro de que alguien no deseado vea o escuche algo’.
Otro, puramente lingüístico, que por lo general son construcciones lexicalizadas en las que el significado de la expresión no supone la suma de los significados de sus componentes. Es lo que sucede en la expresión engañar como a un chino, que supone ‘engañar con suma facilidad’. Y pregunto yo: ¿quién dice que sea fácil engañar a un chino? Aparte de que a los chinos recurrimos para otras expresiones que denotan admiración (trabajar como un chino, ‘con laboriosidad’ o ser tarea de chinos, ‘que exige una dedicación y esfuerzo pacientes’) o total neutralidad (sonar a chino, ‘ser difícil de interpretar o incomprensible’). ¿O qué sentido ofensivo puede haber en una frase tan fosilizada como hablar como un carretero, ‘ser muy mal hablado’? A veces nos encontramos incluso con que un posible afectado le da la vuelta a la frase para convertirla en favorable a sus intereses. ¿Quién no recuerda aquello que dijo E’tóo de que estaba dispuesto a correr como un negro para vivir como un blanco?
Y el tercer factor que considero es aquel por el que se pretende, erróneamente, que, cambiando el lenguaje, se modifica la realidad. Se evita o se destierra una palabra para así alterar nuestra visión de las cosas. Según esta postura, no se debería emplear la expresión no ser manco alguien, ‘ser digno de consideración por su calidad e importancia’. Por la misma razón, no debiera utilizarse coger antes a un mentiroso que a un cojo ni mear fuera del tiesto, ‘actuar de manera improcedente’, porque no hay mancos ni cojos, sino discapacitados físicos o mear es un tabú que debe excluirse de nuestro léxico.
Algunos argüirán que siempre habrá posibilidad de buscar alternativas (haber ropa tendida en lugar de haber moros en la costa, o ser una olla de grillos en lugar de ser una merienda de negros). Pero esa posibilidad se da en pocas ocasiones. Así que mejor es no ver fantasmas donde no los hay. O al menos eso creo yo.

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