martes, octubre 05, 2010

EL CUADERNO ESCONDIDO. 04. EN LA PLAZA (Leyendo a François Villon)

La plaza se ha ido llenando desde las primeras horas de la mañana. Gorras caladas hasta los ojos, bonetes de cuero, calzones de pana, mandiles en los que por largo tiempo se han ido secando las manos sucias las fregonas, los pescaderos, los zapateros; blusas renegridas, capotes que pretenden ahuyentar el frío, pañuelos atados bajo la barbilla que cubren las cabezas de las beatas que tras haber asistido, casi de madrugada aún, a la primera misa se han unido ahora a toda la muchedumbre expectante.
Mozos con los pies descalzos o con humildes alpargatas, personas adultas, hombres y mujeres que tendrían que estar a estas horas ocupados en otra actividad, pero que no han querido perderse el acto, viejos y viejas, han ido ocupando los tableros horizontales de la talanquera que rodea la plaza para evitar que la multitud se acerque demasiado. Niños desharrapados y con la cara llena de churretes y mocos saltan y se cuelan entre la tablazón del palenque.
En medio de la plaza, se eleva el cadalso que manos de carpinteros habilidosos han levantado durante los últimos días. Los ojos de la multitud se dirigen hacia él mientras esperan que llegue la hora anunciada. Un perro, maltratado por los mozos que ríen de su propia fechoría, lanza tristes gañidos mientras procura en vano encontrar una vía de escape entre la talanquera.
Por todas partes se oyen las voces que lanzan pregones de quienes aprovechan la ocasión para vender agua, o vino, o pasteles de carne. En una zona de la plaza todavía no ocupada por la gente, varias niñas juegan al corro, y en un rincón entre los soportales, una vieja se abre de piernas y descarga su vejiga entre las bromas y gritos soeces de quienes la observan.
Poco antes del mediodía, va extendiéndose entre la gente un rumor anunciador de que la comitiva llega. A los pocos minutos, por una calle lateral aparece un fraile portador de un gran crucifijo al que sigue otro que lanza al aire de la plaza sus rezos en alta voz. Tras ellos, en formación, unos hombres armados y, por fin, rodeados de un retén de lanceros, marchan los condenados, cuatro hombres de edad mediana con las manos atadas a las espaldas. Cerrando la comitiva, un ministro de la justicia, que será el encargado de leer cuáles son los delitos por los que se les castiga.
El gentío ha callado por un segundo, aunque pronto renuevan sus cuchicheos. Sus ojos son atraídos ahora por el afán de adivinar cuáles sean los pensamientos que ocupan la mente de los acusados. En sus rostros, en los de la multitud allí congregada, se lee el insano placer de asistir al espectáculo que se les brinda.
Al pie del cadalso, los soldados permanecen parados, en posición marcial, mientras los condenados son obligados a subir. Allí arriba, mal encarado, un siervo del tribunal, el verdugo, los espera para ponerles la soga y apretar el nudo sobre sus cuellos. El alguacil gira su mirada en derredor, como pidiendo silencio y atención, y con voz engolada lee la sentencia.
Tras ello, el verdugo tira de la palanca que abre las trampillas bajo los pies de aquellos cuatro desgraciados. Cuando no hay suelo bajo sus pies, sus cuerpos caen violentamente, mientras parece percibirse un leve chasquido de cuellos rotos que denuncia que el nudo corredizo ha realizado bien su función. Los cuerpos se balancean pendientes de la dura soga.
Por un instante, todo ha sido silencio. No se oyen pregones, ni los cantos del juego de las niñas, ni las risas de los mozos, ni las riñas de las mujeres que disputaban por un mejor lugar de observación, ni el gañido de los perros. Pero solo ha sido un momento. Luego, el grito de placer de todas las gargantas se ha alzado al unísono. El espectáculo ha valido la pena.


François Villon (1431?-1463?): Balada de los ahorcados


Hermanos que nos sobreviviréis,
no seáis con nosotros duros de corazón,
que si piedad sentís por nuestra miseria
Dios os lo pagará con su clemencia.
Cinco o seis de los nuestros veis colgados aquí:
la carne, que tan bien alimentamos,
ya podrida ha sido devorada,
y los huesos que quedamos pronto serán ceniza, polvo.
Que nadie se ría de nuestro mal,
¡sino rogad a Dios que a todos nos absuelva!


Si os llamamos, hermanos, no debéis
despreciarnos, aunque hayamos sido ejecutados
con justicia... Pues bien sabéis
que no todos los hombres son sensatos;
perdonadnos, ya hemos muerto, estamos
ante aquel nacido de María,
y que su gracia no se agote
y nos preserve de los rayos infernales.
Muertos somos, que nadie nos moleste,
¡sino rogad a Dios que a todos nos absuelva!


La lluvia nos ha vaciado y lavado
y el sol ennegrecido y resecado;
las urracas y cuervos vaciaron nuestros ojos,
arrancaron las barbas y las cejas.
Cuando vivíamos nunca descansamos;
ahora, según el viento,
a su antojo al fin nos balancea,
más picoteados que un dedal.
No seáis nunca de nuestra cofradía,
¡sino rogad a Dios que a todos nos absuelva!


Príncipe Jesús, que sobre todos reinas,
no dejes al Infierno devorarnos:
allí nada tenemos que saldar.
Y vosotros, no os burléis de nosotros,
¡sino rogad a Dios que a todos nos absuelva!

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