lunes, febrero 21, 2011


CENSORES


Vivimos una época, le digo a Zalabardo, en la que con mucha frecuencia se confunden los valores y en la que cualquiera, y cuando digo cualquiera me refiero exactamente a eso, a cualquiera, se siente con derecho a imponer sus criterios sobre los de los demás, sin entrar siquiera en el inicio de eso que siempre se ha llamado contraste de pareceres: tú piensas esto, yo pienso lo otro; veamos si la razón nos asiste a alguno de los dos, si ninguno podemos reclamarla o si, lo que sería de desear, se puede llegar a un punto de encuentro que nos satisfaga a ambos.
Sabéis que nunca he sido partidario de eso que se ha dado en llamar corrección política, ya sea en el lenguaje o en cualquier otra faceta, porque, lo he defendido en múltiples apuntes, pienso que, por ejemplo, el lenguaje es un instrumento pero de ninguna manera un arma arrojadiza. El lenguaje, en sí mismo, es neutro; las palabras no dañan, daña la intención de quien las utiliza para ocultar tras ellas su mala baba. Porque vamos a ver, ¿qué matiz peyorativo puede ocultarse tras la palabra ciego, por poner un ejemplo fácil de entender? ¿Es que voy a tener que decir disminuido visual para no herir la sensibilidad de nadie?
Me pide Zalabardo, por favor, que no vuelva sobre el mismo tema y procuro tranquilizarlo diciéndole que no voy sobre lo mismo, sino que quiero ir un poco más allá. Porque resulta, le digo, que la corrección política, como sinonimia de hipocresía expresiva, se ha instalado en todos los pliegues de nuestro cuerpo social y cuesta trabajo no ya decir, sino incluso hacer algo, sin poder evitar que a cada momento haya alguien que se sienta herido. Ya no es lo que digo, sino lo que hago, lo que hay que cuidar para no entrar en conflicto con quienes tenemos a nuestro alrededor.
Y lo peor no es que alguien pueda, con o sin razón, aunque generalmente sin ella, dolerse de mis obras o de mis palabras; lo peor es que ese alguien se sienta con derecho a impedir que yo hable o actúe tan solo porque no le gustan ni mis palabras ni mis acciones. De esta forma, hemos devenido en una situación en la que la censura campa por doquier. Si a mí no me gusta una exposición, se pretende, no me limito ya a no acudir a ella, sino que me considero con derecho a impedir que tal exposición se celebre o que otras personas puedan visitarla; si considero obscena, por decir algo fuerte, tu canción, exijo el cumplimiento de “mi derecho” a que tú no cantes o a que los demás no te escuchen. Y esto pasa en todos los ámbitos: en la política, en la religión, en el fútbol, en los toros y qué sé yo dónde más. Es la actitud de los más intransigentes talibanes, que los hay por todas partes.
Y así sucede que se ha impuesto una corriente censora como hacía tiempo que no veíamos. Y le cuento a Zalabardo el último caso. En los Estados Unidos, el complejo cultural Smithsonian, de Washington, ha organizado una exposición de temática homosexual que pretende analizar el papel de la diferencia sexual y su representación artística. Una de las obras expuestas ha sido A fire in my belly, de David Wojnarowicz; se trata de un vídeo de 1987 que desea denunciar la indiferencia de la sociedad frente a los enfermos de sida. El vídeo gustará o no, quien lo desee puede verlo en http://vimeo.com/17650206 . Ofrece escenas de fuerte violencia (titulares de periódicos referidos a sucesos, lucha libre, peleas de gallos, corridas de toros, todo ello combinado con escenas callejeras que pudiéramos calificar de normales), pero lo que ha tocado la fibra sensible de alguien es que hay unas escenas en las que se ven hormigas correteando por la imagen de un crucificado. Una persona publicó un artículo contra el vídeo, y de paso contra toda la exposición, artículo que se convirtió en el punto de partida para una extensa e intensa cruzada de grupos católicos contra la muestra “anticristiana”. Resultado: el vídeo ha sido suprimido de la exposición. ¿Qué harían esas personas con la escena, pongo por caso, de la “santa cena” en la película Nazarín de Luis Buñuel?
Termino diciéndole a Zalabardo que yo soy partidario del respeto hacia todo el mundo, de que hay que procurar no herir, a propósito, a nadie; pero que eso no significa, por otro lado, que no respete el derecho de cada uno a su libre expresión y a su libre pensamiento. Nunca iré a casa de nadie a mostrarle lo que no desee ver o a decirle lo que no desea oír. Pero eso no le da derecho a nadie a censurar mi libertad de obra y de palabra.

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