lunes, enero 23, 2012


MIGUEL

    ¿Qué es nuestra vida más que un breve día,
do apenas sale el sol, cuando se pierde
en las tinieblas de la noche fría?

        (Andrés Fernández de Andrada)

    La noticia me llegó de forma inesperada, casi a traición; inadvertidamente mientras leía El País el pasado jueves. En una de esas páginas que se pasan de manera descuidada y rápida, ante la vista se me ofreció una foto de Miguel García-Posada, la que encabeza este apunte. Era su necrológica, pues había fallecido el día anterior.
    Conocí a Miguel en Sevilla, cuando ambos llegamos a la Facultad de Letras a inicios del curso 1964-65. No voy a decir ahora que fuimos amigos, pues la amistad es otra cosa. Sin embargo, siempre fuimos compañeros francos, leales y entrañables. Ambos, junto con otros compañeros más, formábamos parte de aquellos grupos que, terminadas las clases, se reunían en la Plaza de Doña Elvira o en el Parque de María Luisa. Que yo recuerde ahora, integrábamos aquellos grupos José María Pérez Orozco, Alberto Bañuls, Carmen Romero (sí, la que sería esposa de Felipe González), Jacobo Cortines, Maribel Jiménez (hermana de aquel dramaturgo, Alfonso Jiménez Romero, que se dio a conocer con el TEU de Sevilla, el Teatro Estudio Lebrijano o el Teatro Universitario de Madrid), Emilio Escobar, otra compañera cuyo nombre me sedujo desde que la conocí, Cira del Cid, el propio Miguel García-Posada y yo.
    José María y Alberto solían ser quienes más animaban aquellas reuniones, especialmente José María, virtuoso de la guitarra, con la que acudía bastantes días a las clases. Pero Miguel, y en esto coincidía conmigo, tal vez la única coincidencia entre ambos, era un sevillano de esos que yo afirmo que no ejercen de tal. Quiero decir que ninguno nos ajustábamos a ese tópico molde de dicharachero, jaranero, pinturero, cuentachistes y capillita y, al lado de los demás, no pasábamos de ser meros comparsas que hasta para acompañar las palmas teníamos dificultades.
   Miguel era, yo lo recuerdo así, serio, sobrio y severo, más nunca huraño ni adusto. Casi adivinando lo que llegaría a ser, su figura se me representaba como aquella que Lorca describía en el Romance de San Gabriel: piel de nocturna manzana / boca triste y ojos grandes, / nervio de plata caliente.
    Concluidos los estudios comunes, cuento a Zalabardo, pues él no lo conoció, algunos marchamos juntos a Granada para seguir estudios de Filología Románica. Esto nos unió algo más, aunque nuestras conversaciones versaban casi siempre sobre los respectivos gustos literarios. Emilio era ferviente lector de Pío Baroja; yo admiraba a Valle-Inclán y Miguel ponía en primer lugar de sus preferencias a Federico García Lorca. Pero así como Emilio y yo no pasábamos de ser meros admiradores, Miguel se revelaba ya como un experto conocedor del poeta granadino. Y eso en un tiempo en el que el nombre de Federico sonaba aún con sordina en su ciudad y algunas de sus obras no se encontraban fácilmente. Un ejemplo conciso nos puede dar idea clara de lo que digo. Estábamos, creo, en cuarto curso, cuando como tarea de clase se nos impuso componer una monografía sobre cualquier aspecto de la obra de un autor. Los tres fuimos fieles a nuestros gustos. Yo me atreví con un estudio de la evolución de la adjetivación y el color en Valle-Inclán desde las Sonatas hasta los Esperpentos. Emilio se concentró en los personajes aventureros en las novelas de Baroja y Miguel abordó un análisis de la poesía de Lorca. Llegado el momento de sernos devueltos los trabajos, el catedrático, no interesa ahora decir su nombre, hizo una pausa especial al llegar a García-Posada y, tras unos instantes de elogios, dijo: Ha realizado usted un trabajo sumamente interesante, Miguel; ¿tendría inconveniente en que me quedase con él? Miguel, impertérrito y sereno, contestó con voz firme: Pues claro que lo tengo. El profesor insistió: Pero, ¿se puede saber por qué? Miguel zanjó de raíz cualquier continuación: Porque ese trabajo es mío y de nadie más. Y es que en aquella Facultad, en la que tuvimos la dicha de gozar de un elenco de profesores de primera línea (Alvar, Llorente, Orozco, Pita…) era comidilla común que aquel profesor preciso no se paraba en barras a la hora de buscar subterfugios para apropiarse de trabajos de alumnos brillantes a los que luego lavaba un poco la cara y presentaba como suyos.
   Completada la licenciatura, los tres nos separamos y no hemos vuelto a vernos. No hay duda de que el camino de Miguel, sobrepasó en gran medida el de otros muchos compañeros. En algún momento le tentaron la poesía y la novela, pero lo suyo de verdad ha sido la crítica y, siempre que he tenido oportunidad, he seguido sus artículos. Por encima de todos sus trabajos (no cumple que los alabe / pues los vieron, como dijo Manrique de los hechos de su padre), los dedicados a Lorca lo convirtieron en uno de los máximos especialistas en la obra del autor de Fuentevaqueros. Y, es necesario que se diga y que se sepa, ese conocimiento no ha necesitado nunca apoyarse en alharacas ni en pomposas demostraciones.
    Miguel García-Posada, le digo a Zalabardo, era dos meses y algunos días más joven que yo. Hoy ya no está entre nosotros. Descanse en paz.
                                                                                               (Foto tomada de elpais.es)

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