lunes, agosto 06, 2012

LA VERDADERA HISTORIA DE ZALABARDO (UNO)


           Para esta Agenda, ya se acabó el verano y estamos de vuelta. Nunca es tarde si la dicha es buena.
           Ya dejé dicho aquí que no soy usuario de las redes sociales (sin que ello signifique ningún desdén hacia ellas) y que por eso no podré presumir nunca de tener millares de amigos ni de seguidores. Pero, aún así, en esta modesta Agenda, sobre la que he tenido noticia de que en un ranquin de blogs europeos, ignoro quién lo gestiona y según qué criterios, ocupa el veintinueve milésimo quingentésimo noveno lugar (¡ahí es nada, el puesto número 29509 dicho en cristiano!), también recibimos algunas cartas y mensajes. No son de esos que proliferan en otros lugares de Internet, tan escuetos y, para mí, tan fríos (tk mxo xati y cosas así). Aquí recibimos, si acaso alguna vez se recibe alguna, cartas de las de antes, de esas que comienzan: Muy señor mío, ante todo espero que se encuentre bien (a.D.g.) en compañía de toda su familia… Y que terminan: y sin otro particular que comunicarle, se despide de usted s. s. s. q. e. s. m. Como veis, también hay muchas abreviaturas, pues estas no son invento de la modernidad.
            Pero de estas cartas, lo que a mí más me revuelve el estómago es que la mayoría no se interesa por mí (faltaría más), ni siquiera por los contenidos de la Agenda. El más alto porcentaje de misivas tienen por objetivo a Zalabardo. Que quién es ese señor, que por qué no le doy mayor participación, sino que lo relego a un segundo plano, que si en verdad existe y no es un mero apócrifo con el que escudarme de mis propias limitaciones... Cosas así. De modo que, ahora que con la canícula se agradecen los temas intrascendentes, he creído llegado el momento de contar la verdad.
Y aquí me ha surgido el primer problema. Todos sabemos, aunque los jóvenes, por razón de edad, se muestran un poco suficientes y no terminan de creer lo que digo, que la memoria suele jugar malas pasadas y no escasean las ocasiones en que, al contar algo, nos dejamos elementos ocultos o falseamos otros sin ninguna mala intención; solo porque, de buena fe, caemos en el error de creer que las cosas fueron como nos gustaría que hubiesen sido, aunque la historia y la realidad digan otra cosa. Total que, consciente de lo que digo, solicito ayuda a Zalabardo para que, entre los dos, aportando cada uno lo que al otro se le olvide, construyamos una mínima biografía que disipe las dudas de esos corresponsales curiosos.
            Pero Zalabardo, terco donde los haya, se cierra en banda. Y me dice que, si yo quiero convertirme en uno de esos lechuguinos juntaletras como los que van destripando a todo bicho viviente en las revistas rosas, amarillas o de cualquier otro color con el único fin de satisfacer las bajas pasiones de los curiosos ociosos, no espere que él participe. Le ruego, le razono, le explico que no es eso. Le planteo incluso, cosa que exacerbó su enfado, que nosotros, en cuanto que mantenemos abierta esta Agenda, somos un poco algo así como Isabel Pantoja, que tanto debe a su público y al que tanto quiere. Zalabardo, que tenía cerca una copa que una vez ganó en el colegio en una prueba de lanzamiento de peso, me la arrojó con tal furia que, si no ando atento, a estas horas andaría descalabrado.
            Esa es la razón de que asuma yo solo la misión. Los fallos, errores y omisiones que puedan aparecer, lo aviso de antemano, serán solo míos y de nadie más.
            Y como en el principio fue el verbo, la palabra, vamos allá. La cosa es que en el colegio tuve un compañero, uno de esos tantos que con el tiempo vamos olvidando, que, sin yo poder explicarme el motivo, se me venía a la cabeza de vez en cuando como si de un fantasma se tratase. Era, en su mocedad, un tipo algo raro: taciturno, reconcentrado, tímido, amante de la soledad, pero bueno y servicial como ningún otro. Muchos años después, yo ya era profesor en el instituto Picasso, se me ocurrió escribir un cuentecito, para el que me inspiré en él. Naturalmente, oculté su nombre y decidí llamarlo Alibóndigo. Iluso de mí, pensé que así, con un nombre tan estrambótico, nadie reconocería a quien, en realidad, nadie conocía. Aquel cuentecito creo que lo leyó solamente Juan Ángel de la Calle, quien, como lector impenitente, es capaz de leerse hasta las instrucciones de uso que acompañan los envases del papel higiénico.
            Pero he aquí que el mundo da muchas vueltas y las casualidades a veces no lo son tanto, como si el azar pretendiera reírse de nosotros. Por aquellas fechas debían celebrarse elecciones para el Consejo Escolar del Centro. Y el director, anticipándose a todos estos espabilados que ahora tienen la desfachatez de proclamar que los profesores trabajan poco y por eso está bien bajarles el sueldo (a cualquiera de ellos metería yo, siquiera una semana, en un aula de secundaria obligatoria, con las consiguientes evaluaciones, preparación de clases, correcciones de tareas, funciones tutoriales, reuniones con el departamento de orientación, atención de padres, etc.), consideró que dar media jornada libre a los alumnos para que ejercieran su derecho al voto significaba al mismo tiempo que los docentes “disfrutarían” de unas horas de asueto que ni les correspondían ni merecían.
En vista de ello, ideó una estratagema: dos miembros de la Junta Electoral, provistos de una urna, visitarían todas las aulas y, pasando lista del grupo, matarían no ya dos, sino tres pájaros de un tiro: que los profesores diesen el callo como debe ser, que ningún alumno se escaquease y que votase el mayor número posible de ellos (así luego se podría presumir de alta participación y cosas así). Eso, a lo que se ve, era defender la libertad de voto. ¿Y quiénes fueron los miembros de la Junta Electoral encargados de tal función? Pues, mire usted: Juan Ángel de la Calle y Carlos Rodríguez. Juan Ángel, respetuoso y estricto observante de cualquier norma, reglamento u ordenanza (según pueden dar fe cuantos lo conocen) y fiel seguidor del Arcipreste de Hita en aquello de que hay que anteponer los placeres a las preocupaciones porque allí donde hay tristeza hay pena, dijo al segundo: “Ya que tenemos que hacer esto, procuremos no aburrirnos y hallar solaz en la obligación”. Y, como dicen que cuando el diablo no sabe qué hacer mata moscas con el rabo, al llegar a un aula, y pasaron por todas, tras citar al último de la lista, decía muy serio: “Zalabardo, Matías Zalabardo”. En mala hora se le ocurrió tal cosa.
(continuará…)

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