lunes, octubre 15, 2012

LAS DOS ORILLAS DEL ESPAÑOL

En ocasiones, Zalabardo me echa en cara que no valoro suficientemente los comentarios que se hacen a los apuntes incluidos en esta Agenda. Intento hacerle ver que está errado en su apreciación, pues siempre he mantenido que nadie escribe para sí mismo, yo tampoco, sino que lo hace con la intención de ser leído por otros, lectura que nunca se agradecerá bastante. Tan lo creo así que en bastantes ocasiones he dicho que incluso quien escribe un diario (texto personal donde los haya) lo hace con la secreta esperanza de que alguien lo descubra y lo lea. Señal de que no es tan íntimo.
Pero para que vea que lo que digo es verdad, hoy quiero hacer referencia a uno de esos comentarios recibidos. Me lo envió María Elena Schlesinger, desde Guatemala, hace ya tiempo, el pasado 23 de junio y era alusivo al apunte del 19 de marzo en que comentaba aquello del ojo de boticario. Quien me siga recordará que allí defendía yo un significado que ningún diccionario recoge y apuntaba una posible explicación al refrán venir algo como pedrada en ojo de boticario también diferente a los sentidos que se le aplican en diccionarios y en los glosarios de dichos y refranes. Que alguien de Guatemala perdiese algo de su tiempo en leer uno de mis apuntes me llena de orgullo, para qué negarlo.
Pues bien, la señora Schlesinger, junto a un amable elogio del apunte, me adjuntaba el enlace para acceder a un artículo que ella había escrito en elperiodico.com, de su país (http://www.elperiodico.com.gt/es/20120623/lacolumna/214032). En él se alude a estos ojos de boticario que yo decía, ‘recipientes de vidrio llenos de agua coloreada’ y que, actuando como gran angular, ayudaban a los boticarios a vigilar el local desde la rebotica. Y en él encuentro, además, una serie de bellas palabras que en nuestro país apenas si se emplean o tienen un sentido diferente: menjurje, apotecario (que es lo que aquí llamamos albarelo, ‘recipiente de cerámica que contiene diferentes productos’), destiladera, remembranza (‘recuerdo’, ‘evocación’), valijita de parto (‘canastilla’) y algunas otras.
Y en uno de los blogs que publica el diario El País pude toparme con el comentario de una serie de modismos mexicanos: bolero (‘limpiabotas’), güero (‘persona de piel blanca y/o de pelo rubio’), vibrar algo (‘estar en la onda, estado de ánimo, sintonía’), cruzarse (‘ingerir varias drogas’) y varios más.
Dichos textos y las palabras que en ellos hallé no me permitieron solo ver que mi hipótesis era acertada, en el caso del primero, sino que, a la vez, me concedió plantearme una reflexión sobre nuestra lengua, que le expongo a Zalabardo: ¿cuántas personas hablan español? Sin entrar en el manejo de cifras oficiales, digamos que unos 400 millones. De ellos, sobre 44 millones somos los españoles; los demás se reparten por el resto del mundo, especialmente en América. Meditemos sobre el hecho de que solo México tiene dos veces y media más habitantes que nuestro país y el conjunto de los países americanos supone nueve veces más habitantes que los que aquí estamos.
¿A qué conclusión quieres llegar con tales datos?, me pregunta Zalabardo. Le contesto que a uno muy simple: que a veces nos miramos demasiado el ombligo y nos creemos los de esta orilla del Atlántico, en esto de la lengua, los reyes del mambo, los dueños del idioma. Y no consideramos que en la otra orilla también se habla el español y por muchas más personas de las que imaginamos. Y que ellos son tan dueños como podamos serlo nosotros de este idioma que nos une más que ninguna otra cosa. Que lo que se habla en América no es simplemente ‘una modalidad del español’, sino que es el español, tan correcto, y a veces más que el nuestro. Esto lo supo percibir perfectamente Juan Ramón Jiménez, quien, en Estética y ética estética (que recoge textos compuestos entre 1915 y 1954), dejó escrito lo que sigue: ¡Qué estraño oír hablar un español mejor a un colombiano, un mejicano, un boliviano! Un español mejor que el mío, ¡qué estraño! más educado que el mío [….] porque sigue en su hora y en su lugar, su espacio y su tiempo.
Si nos paramos a ver la nómina de escritores surgidos en América durante el último siglo y medio, si hablamos con cualquier americano hispanohablante, no nos costará trabajo aceptar la verdad que encierran las palabras del poeta de Moguer.
Y, aceptado todo ello, aprovecho para enviar un saludo y mi agradecimiento a todos los americanos hispanohablantes que siguen estos apuntes, que no son pocos.

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