domingo, marzo 31, 2013

ANOMALÍA FRENTE A ANALOGÍA (o la resurrección de Lázaro)



            De un tiempo a esta parte, me reprende ásperamente Zalabardo porque dice que no cumplo la declaración de principios manifestada en la cabecera de esta Agenda: no adoptar posturas demasiado serias. ¿Y qué puedo hacer si hoy quería hablar de las irregularidades en la lengua?, inquirí. A lo que él replicó: no ser tan pavisoso.
            La verdad es que me dejó casi sin habla, pero como el refrán dice que del viejo sigamos el consejo, traté de reponerme y decidí comenzar proponiéndole, de entrada, una adivinanza: "¿Cómo se escribe, durmiendo o dormiendo?" Puso cara de asombro (que interpreté mal, como si dudara de la solución), y le aclaré: "se escribe despierto". ¿Creéis que hizo intención de reír? Se limitó a mirarme y a decir: Si sigues así, mal empezamos.
            Reculé, pues, y fui a lo que inicialmente pretendía. Parece que, antes incluso de la existencia de la lingüística como ciencia, allá por los siglos vii y vi a. C., las primeras cuestiones planteadas sobre la lengua giraron en torno a si en esta predominaba la analogía (regularidad) o la anomalía (irregularidad). ¿Piensa alguien que el problema se ha solventado? Aún se sigue discutiendo, pero no seré yo quien lo plantee ahora aquí, por miedo a lo que me pueda decir Zalabardo.
            Le pedí permiso, sin embargo, a mi amigo para que me autorizara a reproducir una cita de un texto de Manuel Alvar Ezquerra: El estudio de la lengua debe basarse en dos pilares fundamentales: el aprendizaje de las regularidades y el de las irregularidades. La regularidad de la lengua, lo que le da cohesión y se repite recursivamente, es la gramática; se puede aplicar de modo continuo y el hablante puede ensayar las combinaciones que le permiten las reglas. Por el contrario, el léxico es, por naturaleza, irregular, y su dominio requiere un enriquecimiento continuo.
            Utilicé la cita para justificar, le dije, que los hablantes tendemos de forma natural a seguir la regularidad (analogía) y la dificultad del aprendizaje está en dominar las irregularidades (anomalías). Eso explica que un niño pequeño diga *sabo en lugar de y mucha gente diga *conducí en lugar de conduje. En los verbos, sobre todo, la irregularidad es un gran escollo y de ello pueden dar fe los extranjeros que aprenden nuestra lengua. Pero es que, para complicar la cosa, hay verbos que admiten indiferentemente la conjugación regular y la irregular (asuelo o asolo, de asolar; trueco o troco, de trocar; sotierro o soterro, de soterrar, etc.) y verbos que disponen de un participio regular junto a uno irregular (bendecido/bendito, prendido/preso, elegido/electo, etc.) con reglas específicas para la construcción de unos y otros.
            Al ver cómo se iba poniendo, suspendí la exposición y me limité a contarle un chiste al respecto: En un cuartel, el cabo amonesta a un soldado que, aparte de por su escasa formación, destacaba por su elevada estatura: “¡Soldado, le he dicho que durante la guardia ha de estar dentro de la garita!” El soldado se justifica: “Es que no cabo, mi cabo”. El superior trata de corregirlo: “¡No se dice cabo, se dice quepo!” El soldado acepta la corrección: “Es que no cabo, mi quepo”.
            Y dado que hoy es Domingo de Resurrección, cierro este extraño apunte sobre las irregularidades en la lengua con una anécdota que también le conté. En un pequeño pueblo, una afección de garganta impedía al párroco pronunciar la homilía dominical de modo adecuado. Le vino la idea, entonces, de recurrir al sacristán, a quien pidió que ocupara su lugar en el púlpito. El rapavelas se resistía, alegando ignorancia y miedo para dirigirse a los asistentes que llenaban el templo. El párroco lo animaba: “Mira: hoy toca hablar de la resurrección de Lázaro que es una historia sencilla. Aun así, yo me ocultaré detrás de ti y te iré apuntando lo que has de decir”. Tanto insistió, que el pobre sacristán aceptó. Se subió al púlpito y el párroco se colocó detrás. “Lázaro, hermano de Marta y María” —apuntaba en voz baja— “estaba enfermo y sus hermanas mandaron aviso a Jesús”. El sacristán repetía en voz alta: “Lázaro, el hermano de Marta y María estaba enfermo y sus hermanas mandaron aviso a Jesús”. “Pero Jesús se demoraba y no venía”, continuaba el párroco y el sacristán repetía sus palabras: “Pero Jesús se demoraba y no venía”. Poco a poco, el rapavelas se animaba y cogía gustillo a la simulación. El párroco añadía: “Cuando Jesús regresó a Betania, Marta y María salieron llorosas a su encuentro…” El sacristán, que recordaba el pasaje, creyó no necesitar más ayuda: “Cuando Jesús regresó a Betania, Marta y María salieron llorosas a su encuentro  y le dijeron: Señor, nuestro hermano hace ya tres días que murió”. Se alegró el párroco de la soltura de su sacristán, pero aún así continuó: “No importa, llevadme…” A estas alturas, ya no había sacristán, sino un consumado orador que adornaba la palabra con el gesto: “No importa, llevadme al lugar donde está enterrado y quitad la piedra. Y acercándose, dijo: ‘Lázaro, levántate y anda’. Y Lázaro andó”. El párroco, molesto por la pifia, trató de corregirlo: “¡Anduvo, idiota!”. Y el sacristán, creyendo que era un nuevo apunte, concluyó en tono solemne: “Eso sí, anduvo un poco idiota durante unos días, pero luego, andó”.
            Miré a Zalabardo y le pregunté si era ese es el tono que me aconsejaba. Mi amigo, que tiene más paciencia que el santo Job, suspiró y replicó: “Así, lo que me parece es que nos vamos a quedar sin clientela”.

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