domingo, marzo 10, 2013

¿SE PUEDE RESPETAR LA DISIDENCIA?

            Cada día se me hace más difícil soportar según qué programas de televisión. El hormiguero, de Pablo Motos, era un espacio que me entretenía y me dejaba buen sabor de boca. Resultaba ágil, desenfadado y hasta tenía un algo de irreverente que lo diferenciaba de otros. Pero aquello, debo decir, pasó, y compruebo que se ha convertido en un desvergonzado escaparate para promocionar productos de la propia cadena en que se emite u otros ajenos que deben estar muy bien pagados. Y dejé de verlo, porque no me interesa la publicidad que se disimula tras la apariencia de espectáculo.
            No es problema de solo esa cadena y de ese único programa. Ni tan solo de la televisión. Cada vez resulta más descarada la tendencia a adelantarnos un programa, una película, un libro, una exposición con el descarado propósito de que asumamos su validez y calidad aun sin dejarnos siquiera la opción de que lo veamos y opinemos, sin permitirnos que pongamos en juego nuestra capacidad crítica. Parten de la idea de que “esto que proponemos es lo mejor y punto”. Por ejemplo: ¿puede ser divertido perder el tiempo contemplando cómo una partida de frikis y de individuos de similar calaña se lanzan a una piscina? Para mí, desde luego, no. Pues mira que nos han dado la matraca con el dichoso programita. Claro, que la medida funciona; ahí están los índices de audiencia.
            “Me parece que sé por dónde vas”, me dice Zalabardo, que está sentado a mi lado mientras repasamos en Internet la prensa del día. Y, lógico, acierta porque está mirando la misma página que miro yo. Resulta que, desde antes de que se iniciara su rodaje, hemos tenido que aguantar una tabarra insoportable con Los amores pasajeros, la última película de Almodóvar: que si el director manchego tenía en proyecto volver a hacer una comedia, que si los actores serían fulanito y menganito, que aquello iba a ser un despiporre, que si para los decorados se estaba utilizando no sé qué, etc. Y no digamos ya cuando la película se ha terminado y ha sido estrenada. Sí, no me lo digan, todo eso es márquetin, el arte de vender la burra, que se decía en otros tiempos. Lo acepto; del mismo modo que acepto que Almodóvar, su equipo y su productora son unos genios de la materia.
            Vaya por delante, tengo que declarar que el cine de Almodóvar no me gusta. Me gustó alguna de sus películas. Nada más. Pero, aun así, ¿por qué no me conceden la opción de que los juicios los emita yo tras ver la película en lugar de intentar lavarme el cerebro y obligarme a repetir lo que a ellos les gustaría oír?
            “La cuestión tiene fácil remedio”, me dice Zalabardo. “No vayas a verlas”. Y eso es lo que hago. Pero lo que me ha rebelado es que cuando he leído la crítica que de la película hace Carlos Boyero, que vive precisamente de dar su opinión sobre productos cinematográficos y dice, no sé si con esas palabras, que la película es mediocre, un altísimo porcentaje de los comentarios que los lectores han añadido a su artículo olvida lo que es el respeto a la opinión ajena: que si es un resentido, que si por hablar mal del manchego daría una pierna, que si patatín, que si patatán.
            Repito, no he visto la película ni la veré; simplemente, no me interesa. Como hay libros cuya lectura no me atrae y como hay alimentos que no me apetecen. No sé si es buena, mala o regular. Supongo que a unos les gustará y a otros no y eso explica el refrán sobre gustos y colores. Pero, para mí, tan respetable es la opinión de unos como la de los otros. Por lo menos, igual de respetable que la mía. Lo que no acepto es el gregarismo, el borreguismo de quienes, conscientes o no de su forzada ausencia de criterio, siguen la senda que alguien les ha trazado previamente sin detenerse a pensar hacia dónde los quieren conducir.
            Y hoy vivimos unos tiempos, digo a Zalabardo, en que se emplean en demasía técnicas de mercado que solo buscan cortocircuitar la capacidad crítica de las personas para que acaben pensando lo que a otros interesa. Pasa en televisión, en cine, en literatura, en política, en economía… Vamos, que a veces tengo la impresión de que aquel mundo alienante imaginado por Orwell en el que se impedía a la gente pensar críticamente nos queda más cerca de lo que creemos.
            Zalabardo opina que estoy exagerando un poco, pero tampoco me dice que esté del todo equivocado.

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