domingo, abril 07, 2013

DE PINGÜI CON EL CHUCHI

            En diferentes ocasiones he comentado con Zalabardo la extrañeza que me causa el hecho de que el apunte más leído de esta Agenda (casi seis mil visitas) sea uno titulado Dady míooo, publicado el 20 de abril de 2010 y que no hacía sino recoger la versión de la oración del Padre nuestro en la jerga de los chetos, tribu urbana del cono sur americano comparable a la de quienes aquí en España llamamos pijos.
            Allí quise simplemente mostrar un caso curioso de una peculiar forma de hablar de un grupo, de un lugar y de un momento. Así como también pretendía dejar sentado que siempre han existido grupos humanos que se han esforzado en cimentar su diferencia y deseos de segregación respecto a otros grupos precisamente creando una forma de hablar que resultase difícil de entender a quienes no pertenecieran a él. Basta que nos acerquemos un poco a las páginas de Rinconete y Cortadillo, de Cervantes, para tener prueba palpable de lo que digo.
            Estas formas de hablar son las que conocemos como jergas, que, por lo común, son hablas marcadas por una finalidad diferencial, normalmente suburbanas y características del círculo social que las utiliza. Tiene, pues, la jerga algo de lenguaje secreto que sirve para establecer una frontera insalvable frente a quienes no son del grupo.
            Es posible señalar tantas jergas como grupos diferentes podamos reconocer: hay una jerga deportiva, una jerga taurina, una jerga juvenil… Sobre todo esto último es muy frecuente, puesto que son los jóvenes quienes más tienden a formar clanes o bandas que buscan su afirmación sobre la oposición a los demás.
            Pero me quiero referir hoy a una jerga precisa y a un ejemplo característico: la jerga cheli. El cheli es una modalidad de habla madrileña, surgida en los años ochenta del pasado siglo en ambientes especialmente bajos, suburbanos y juveniles, aunque algunos quisieron identificarla con el habla de lo que se conoció como la movida madrileña. El novelista Francisco Umbral llegó a escribir un Diccionario cheli. Pero da la casualidad de que con el mismo nombre, cheli, llegó a conocerse la jerga carcelaria.
            Y aquí entran la anécdota y ejemplo que traigo a colación. Por aquellos años tomó posesión como capellán de la cárcel de Carabanchel, en Madrid, un sacerdote llamado Antonio Alonso. Se quiso ganar la confianza de los reclusos moviéndose entre ellos al tiempo que repartía caramelos y chicles, lo que pronto le valió un apodo entre los presos: el Cheiw. Pero este hombre vio que, pese a sus desvelos, apenas nadie entraba en la capilla y, menos aún, para la misa.
            El Cheiw llegó a la conclusión de que era preciso cambiar muchas cosas para atraerse a los reclusos. Y al final consiguió que la capilla se le llenara los domingos. Primero, introdujo música de los Chunguitos y canciones improvisadas por los mismos presos. Segundo y principal, tomó la decisión de verter los textos evangélicos al lenguaje carcelario, o sea, a la jerga cheli, y hacer que fueran los penados quienes los leyeran y comentaran durante la misa. En 1994 publicó el libro titulado El Chuchi, los colegas y la basca, recopilación de los textos que había traducido a esta jerga. No he conseguido encontrar este libro y los ejemplos que conozco proceden de la prensa de la época. ¿Qué cómo suenan? Veamos un pequeño ejemplo del episodio en que Jesús propone a sus discípulos pasar a la orilla opuesta del lago Tiberíades para escapar de la multitud que los seguía:
El pingüi por el lago Tiberíades
            Un día, no de autos, sino de barcas, el Chuchi, con sus colegas, subieron a una de ellas. “Hoy vamos a hacer turismo acuático”, les dijo. “Nos vamos a enrollar con un pingüi marinero. Vamos a cruzar hasta la otra orilla. Venga, tíos, a remar todos… Y tú, Judas Iscariote, coge el remos más gordo, tronco”. Este se sintió molesto: “Chuchi, colega, que siempre me diñas a mí el curro que menos mola, el de más fatigue… ¡Jo! ¿Sabes lo que te digo? Que al Juanito le diñas más cuartel”. El Chuchi le respondió: “No empecemos, Judas. Aquí, el único que va de kíe es mi mendunga. Si no camelas el remo gordo, tírate al agua y aligérate pa tu gachi, tío”. Comenzaron todos a remar y el Chuchi se puso a sobar. Judas siguió protestando: “¿sabéis lo que os digo? Que este tío va de listo. Todos aquí, colegas, dándole al remo y él a sobar. ¡No te digo!” Pedro lo reprendió: “¡Este Judas…! Tú a remar. Y achanta, que te conviene, colega. No te escaquees. A remar, que de esto sé yo un poco. Cuando él se pone a sobar será por algo. Venga, venga, díñale al remo hasta que te tengan que engrasar los sobacos… ¡Que tienes mucho morro, tronco!
            Y la historia continúa hasta el final de la misma forma. Como se ve, está llena de términos de jerga que no sé si habrá que explicar. Pero, por si alguien lo necesita, ahí van algunos: pingüi es ‘paseo’; molar, ‘gustar’; diñar más cuartel, ‘favorecer, tratar mejor’; tronco y colega, ‘amigos, compañeros’; kíe, ‘jefe’; mi mendunga, ‘yo’; gachi, ‘casa’; sobar, ‘dormir’; achantar, ‘callar’; escaquearse, ‘dar de lado a una obligación’.
            “¿Y de dónde vienen estas palabras?”, me pregunta Zalabardo. Estoy por responderle “¿Y yo qué sé?” Pero quiero ser correcto y le digo que el origen es muy diverso y casi cada término requeriría una historia extensa. Para no alargarme, le explico solo una: kíe, ‘jefe’, parece tener un curioso origen. Se dice que en torno a 1960 hubo un recluso norteamericano en la Prisión Provincial de Madrid llamado Arthur Kie que participó como cabecilla en un importante motín. A raíz de aquello, al preso que destacaba en cualquier módulo y se hacía respetar por los demás se le comenzó a llamar kíe.
            Por eso, digo a Zalabardo, cuando alguien pregunta por el número de palabras reconocibles en una lengua, contesto siempre que esa es cuestión imposible de responder, que nadie tendrá en sus manos un diccionario que las recoja todas, porque siempre, en cualquier lugar, a cada momento, estará apareciendo una de la que no tengamos noticia.
(La foto apareció en El País en noviembre o diciembre de 1988)


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