domingo, abril 28, 2013

VUELVO A GRANADA

Por el arco de Elvira
quiero verte pasar,
para saber tu nombre
y ponerme a llorar
            (F. García Lorca)

            Decía Luis Seco de Lucena en su guía de Granada: No es jacarandosa, liviana y bullanguera; sino severa, mística y recogida. No le va el ritmo alegre y movido de los verdiales o las sevillanas, sino la cadencia desgarrada y lastimera de la seguiriya o de la soleá. Captaréis el espíritu de Granada si contempláis una puesta de sol otoñal desde un recoleto carmen albaycinero, en donde no se escucha otro ruido que el del suave murmullo del surtidor y el piar de la avecilla que vuela a su nido, cuando las altas cumbres de Sierra Nevada se tiñen de rojo y tenéis delante de ellas, también enrojecida, la recortada silueta de los viejos torreones de la Alhambra.
            Alguna afirmación de las anteriores puede ser puesta en duda. Por ejemplo, el viajero desprevenido corre el riesgo de hallar en Granada el mismo bullicio y la agitación de tantas otras ciudades, pues se diría que todas se han empecinado en perder sus caracteres identitarios y ajustarse al cliché impuesto por las agencias de viajes al tiempo que se han dejado vencer por la bárbara y horripilante mano de los grafiteros. Aun así, Granada conserva mucho de paraíso para los sentidos, en especial para la vista y el oído.
            Es Granada, le confieso a Zalabardo, una ciudad que me sedujo ya cuando llegué a ella para estudiar en su Universidad hace ya muchos años, quizá demasiados para decir cuántos. Eso explica que regrese a ella periódicamente y disfrute paseando por sus calles. Porque Granada es una ciudad para andar, para perderse por sus callejas y buscar rincones inverosímiles en los que quedarse extasiado.
            La excusa puede ser cualquiera. Esta semana pasada ha sido la de disfrutar de la visita nocturna de los palacios nazaríes, cosa que, después de tantos años, no había realizado. La imagen del Albaicín desde la torre de Comares es difícil de olvidar, pero enfrentarse a ella durante la noche aumenta el placer de la contemplación. Luego, una vez concluida la visita, el descenso a pie por la cuesta de Gomérez, dejando que el ruido de tus pasos se acompase con el susurro de la brisa entre la copa de los árboles del bosque de la Alhambra y el murmullo del agua es un goce al alcance de cualquiera. Una vez en el centro de la ciudad, por la hora, no encontrábamos una cafetería donde tomar algo caliente antes de recogernos. Me acordé entonces de mis años universitarios. En la plaza de Mariana Pineda, el Café Fútbol mantenía abiertas sus puertas durante toda la noche. Era lugar habitual de noctámbulos y estudiantes. Allí nos dirigimos y allí sigue. Pero, nos dijeron, las leyes sobre apertura y cierre no les permiten estar abiertos las veinticuatro horas. Aun así, son, todavía, los últimos en cerrar.
  
          El día siguiente, el plan era andar  por los lugares que tanto pisamos en los años pasados: partimos del Triunfo y, después de atravesar el arco del Elvira, iniciamos el ascenso hacia el Albaicín por la cuesta de la Alhacaba; eso sí, despacio, que los años son los años. Llegados a la Plaza Larga y calle Panaderos, poco antes de El Salvador, una paradita en la Taberna de la Porrona para reponer fuerzas, antes de asomarse al mirador de San Nicolás y admirarse con la visión de la Alhambra y Sierra Nevada. San Nicolás fue, en otro tiempo, lugar apacible y placentero; hoy, por desgracia, es una feria. Sin embargo, en su entorno quedan aún espacios, por ejemplo la plaza de San Miguel Bajo, donde puede uno relajarse e iniciar la ruta del tapeo.
            Bajando por calles estrechas y solitarias, se llega hasta Plaza Nueva. Vale la pena hacer una nueva parada en el arranque de la calle Elvira y sumergirse en el ambiente castizo de las Bodegas Castañeda y sus suculentas tapas. La hora ya lo va pidiendo.
           Desde allí, nada mejor que ir subiendo por la Carrera del Darro, deleitándose de nuevo con el sonido del agua y unas insólitas vistas de la Alhambra. Desembocaremos en el Paseo de los Tristes, que hoy se llama de otra manera. El nombre obedece a que, antiguamente, por allí transitaban los cortejos fúnebres hacia el cementerio. Al final de esta plaza, tres opciones se nos ofrecen. Subir de nuevo por la cuesta del Chapí hacia el Albaicín y el Sacromonte, iniciar el ascenso a la Alhambra por la poco conocida Cuesta del Rey Chico, o darse un breve paseo por el Camino del Avellano hasta el mirador de la fuente donde se reunía aquel grupo creado por Ángel Ganivet y que se conoció como La Cofradía del Avellano.
            Por la tarde, se pueden visitar los barrios de la otra ladera del monte de la Alhambra, Realejo y Campo del Príncipe. También allí disponemos de lugares de tapeo. Eso sí, al final no debe olvidársenos bajar por la calle Pavaneras de nuevo hacia Plaza Nueva y, metiéndonos otra vez por calle Elvira, recorrer la calle Calderería Nueva y sumergirnos sin miedo en cualquiera de las muchas teterías que se nos ofrecen. Lo mejor, le digo a Zalabardo, es dejarse aconsejar sobre la insólita variedad de tés e infusiones y degustar la repostería moruna que ponen a nuestra disposición.
            Granada, le digo finalmente a Zalabardo, tiene otras muchas cosas que visitar: museos, iglesias, monumentos varios. Todo ello es válido. Pero yo, repito, prefiero pasear.

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