martes, agosto 06, 2013

EL CAMINO PORTUGUÉS 2013. 2: XIÁN DE MALVÍS



            Pese a lo dicho en el apunte anterior sobre el exceso de asfalto, confieso a Zalabardo, en el Camino portugués no escasean los bellos rincones, los senderos umbríos, los montes boscosos que habitan el roble, el pino o el eucalipto, cuyos pies adornan los helechos, y, por cada parroquia, la compañía de las hortensias.

           Y como este Camino está menos frecuentado que el francés, en algunos de esos momentos en que nos envolvía la oscuridad y nuestros pasos pugnaban por seguir la luz de la linterna, o cuando aun de día transitábamos por estrechos senderos cuajados de rincones en los que emboscarse, nos asaltaba el temor de que se nos presentara por sorpresa, blandiendo su pistolón, Xián de Malvís, aquel personaje de Wenceslao Fernández Flores que un día consideró más productivo hacerse bandolero que cultivar la tierra. O, lo que es peor, que se nos apareciera el ánima de Fiz de Cotovelo, condenado a vagar hasta hallar quien hiciese la romería a San Andrés de Teixido que él prometió y no pudo cumplir. En las charlas que mantenían Xián y Fiz, el primero echaba de menos el tabaco y el segundo su soledad errabunda por la fraga.
            Sé, le comento a Zalabardo, que la fraga de Cecebre, donde se sitúa esta historia, está más al norte, ya casi en A Coruña, pero a mí me venía a la cabeza en muchos momentos. Como cuando el camino se adentra por la Vrea Vella da Canicouva. Las grandes losas de piedra que cubren el camino flanqueado de árboles y la pendiente lo convierten en escenario idóneo para ver desfilar la Santa Compaña. O cuando se desciende por las agradables sendas del tupido Monte Albor, arrullados por el susurro cantarín de las aguas del río Valga que discurren al fondo y hacen que el peregrino se confíe. Al llegar abajo y antes de cruzar el puente que nos dirige hacia San Miguel de Valga, el viajero puede hacer un descanso y recuperar el resuello que ha temido perder en la umbría del monte.
            Pero, para desmentir, o tan solo disimular, esa aridez asfáltica del Camino portugués, he de insistir en la abundancia y variedad de parajes y rincones con los que se pueden solazar la vista y el espíritu.
            Unas veces es el contraste lo que nos admira. Así, tras la dureza de la subida al Alto de O Viso, apenas doscientos metros después se nos ofrecía la placidez de la ría de Vigo, sobre cuyas aguas navegaba la isla de San Simón, libre de las grandes ondas de que, allá por el siglo xiii, hablaba Mendinho en el único poema que de él conservamos. Como impresionan, a la salida de Pontevedra, los tajamares de Ponte Sampaio, que salva el río Verdugo y fue escenario de un episodio de la Guerra de la Independencia.
            Pero no faltan los lugares recónditos, íntimos. Como el recodo que acoge al Ponte das Febres, sobre el arroyo San Simón, al que una postiza pasarela de madera trata de robar encanto. El nombre, según la leyenda, procede de que aquí enfermó de muerte San Telmo, patrón de los marineros. Al pie del puente, una inscripción sobre la base de un cruceiro recomienda que recemos al santo para que hable a Dios por nosotros. O la frescura de la ribera del río Bermaña, en Caldas de Reis, cuyas aguas acarician las piedras del puente romano sobre cuyo pretil se alzó posteriormente un cruceiro y que es punto de arranque del camino hacia Padrón.
            ¿Y los cruceiros? El Camino está repleto de ellos. De todo tipo y naturaleza. Noche cerrada era cuando pasamos junto a San Bartolomé de Rebordans, donde se cuenta que se acogió el arzobispo Gelmírez cuando trasladaba las reliquias del santo. La escasa iluminación de la plazoleta impedía ver con detalle iglesia y crucero. El de Amonisa, en Valbón, mira hacia Santiago, como indicando el camino al peregrino. Pero los hay curiosos, como el llamado de Os Cabaleiros, en Mos, policromado y flanqueado por dos farolillos;
otros son modernos y, por la rareza de su modernidad, feos, como el de Carracedo, levantado, como se indica en su base, en marzo de este mismo año; peculiares, como el de Santa Comba de Ribadelouro, que forma un calvario de cinco cruces; o misteriosos, como el que nos recibe a la entrada de Rúa de Francos, considerado como uno de los más antiguos de Galicia y bajo el cual, se dice en voz baja, se enterraban niños sin bautizar. Lo que son las cosas: el más antiguo y el más moderno a pocos kilómetros de distancia.
            No se puede olvidar el bello y recoleto rincón del puente romano que hay apenas a trescientos metros de Rúa de Francos, camino del Castro Lupario. Parece que el camino primitivo pasaba por ahí, pero nadie supo decirnos la razón del desvío. Próximo queda el Pazo de Faramello, antigua fábrica de papel, con bellos jardines. Su dueño, nos contaron, hace gestiones para que el Camino portugués recobre su antiguo trazado por aquellos senderos.
            Y como una vez llegados a Santiago teníamos un día libre antes de coger el avión de regreso a Málaga, decidimos alquilar un coche y darnos un paseo por la costa hasta Finisterre. No es ya el Camino portugués, pero nos sirvió para conocer un paraje que, creo, está poco promocionado: la desembocadura del río Ézaro. Desde el monte, el río se despeña sobre la ría de Corcubión formando una cascada de gran belleza.
            Indudablemente, hay más cosas, pero contarlo todo llevaría más tiempo y espacio. En el próximo apunte trataré de contar detalles sobre el origen de la leyenda jacobea.

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