domingo, octubre 27, 2013

ALIQUINDOI Y CURSI (¿Y SURRIGUISTA?)



            Ayer me advertía Zalabardo: Con eso del cambio de hora, mañana hay que estar aliquindoi. Y me acordé de un chiste que él me había contado y que ahora me sirve para el apunte de hoy. Un buque inglés comenzaba las maniobras de atraque en el puerto de Málaga. Un peón del muelle gritó a uno de sus tripulantes: “¡Quillo, echa la maroma!” El inglés hacía ostensibles gestos de no entender lo que se le decía, a lo que el malagueño, a voz en grito, insistía: “¡Que eches la maroma, joé”! Así una y otra vez, hasta que harto de que el marino no atendiera su requerimiento, dijo: “Do you speak english?”. El inglés cambió su gesto y respondió risueño: “Oh, yes!” A lo que el perchelero, o eso me dijo Zalabardo que era, replicó todo mosqueado: “¡Po echa la maroma, cohone!”
            Siempre me habéis leído aquí defender la dificultad que entraña asignar de manera indefectible una raíz de origen, una patria chica, a muchas palabras. Hablo ahora, concretamente, de andalucismos. Mi tesis, la conocéis, es que palabras que se defienden como propias de este o aquel lugar tienen, sin embargo, un ámbito más amplio de uso. Aún así, me atrevo a traer aquí dos palabras de cuya filiación es difícil dudar: aliquindoi y cursi.
            La primera tiene claras raíces malagueñas y creo que fue Juan Cepas, en su inestimable Vocabulario popular malagueño, quien reparó en ello antes que ningún otro. No aparece en muchos diccionarios y siempre la hallaremos como elemento de una expresión: estar al aliquindoi, es decir, ‘estar atento, vigilando aquello que se hace’. Su origen, se dice, se remonta al siglo xix. Recalaban muchos foráneos en Málaga y su puerto gozó de gran actividad. Los capataces ingleses solían reprender a los trabajadores locales diciéndoles: “A look and do it”, lo  que más o menos significa, si no estoy equivocado, ‘mira lo que haces, está atento”. De  ahí a la transformación macarrónica de la expresión había poco camino: hay que estar aliquindoi.
            La historia de la segunda palabra, cursi, es algo más retorcida. Pese a que el DRAE la marca como de origen incierto, o a que Corominas, que, aun reconociendo los inicios andaluces de su utilización, defiende su origen árabe, todas las fuentes consultadas confluyen en Cádiz como todos los caminos llevan a Roma. Llamamos cursi a una ‘persona que presume de fina y elegante sin serlo o que, con apariencia de elegancia y riqueza, resulta ridícula y de mal gusto’. Pero, ¿por qué cursi?
            Renuncio a amontonar citas y argumentos. Voy tan solo a exponer aquellos datos en los que, más o menos, coinciden quienes hablan de su aparición. El punto de arranque parece ser una publicación, La Estrella, de 1842. Cuenta que, en Cádiz, vivía un sastre de origen francés, apellidado Sicur (o Sicourt), que tenía dos hijas que llamaban la atención por su extravagante y llamativo vestuario. En Cádiz, pensemos en su carnaval, se acostumbra a crear coplillas, por lo común satíricas, sobre acontecimientos y hechos ocurridos durante el último año. Unos estudiantes compusieron una sobre las hijas del sastre francés, cuyo estribillo comenzaba: Las niñas de Sicur / Sicur, Sicur, Sicur…, que, por una nada extraña metátesis (ya sabéis eso de que repetir, por ejemplo, jamón, jamón, jamón, se convierte, por arte de birlibirloque, en monja, monja, monja), se convirtió en cursi, cursi, cursi). Y ya tenemos cursi, palabra que el pueblo adoptó para marcar a quienes eran comparables, en comportamiento y atuendo, a las hijas del sastre.
            Hasta aquí, todo normal. El problema surge cuando una palabra no consigue remontar el vuelo y su filiación nos resulta tan difícil que ni siquiera podemos ofrecer de ella eso que se llama fe de vida. Me explico. Rastreando noticias sobre la prensa malagueña durante el Trienio Liberal (1820-1823), veo que Narciso Díaz de Escovar (periodista y escritor malagueño fallecido en 1935) cita en su Bibliografía de la prensa malagueña: apuntes para la historia del periodismo en la provincia de Málaga un periódico, El Constitucional, del que no encuentro rastro por ninguna hemeroteca. Díaz de Escovar, no obstante, reproduce en su libro parte de un artículo aparecido el día 9 de febrero de 1823. En él se lee: sin que las miserables intrigas de alguno que otro extravagante surriguista, que también se muestran en la exaltada y liberal Málaga… ¿Pero qué es un surriguista?
            Acudo a cuantos diccionarios puedo, incluidos los del Nuevo Tesoro Lexicográfico de la Lengua Española, de la RAE, que recoge todos los escritos en nuestra lengua desde el siglo xv, y el dichoso término surriguista no da señales de vida. A la vista de ello, envío una consulta al Departamento de consultas lingüísticas de la Academia. Me responden, más o menos literalmente, que “consultados todos los diccionarios de nuestra lengua editados desde el siglo xv tanto en España como en América, así como todas sus bases de datos sobre léxico español, dicha palabra no aparece documentada en ninguna parte; conclusión, no es palabra de uso en nuestra lengua”. O sea, que está en el limbo de las palabras, si es que existe tal lugar.
            Le cuento a Zalabardo la hipótesis que me sugiere uno de mis hermanos, latinista: que provenga del latín surrigo, que, según me indica, significa ‘levantarse, moverse en sentido vertical’, aunque no solo  manifestando un movimiento de carácter físico. Ello permitiría llamar surriguistas a quienes buscan las cosas sin mérito alguno, a los trepas, a los enchufados; en fin, a los arribistas. La solución no parece descabellada, pero no me atrevo a afirmar su validez. En cualquier caso, la palabra es como aquellos pobres incluseros en cuya partida de nacimiento se escribía: padres desconocidos.

domingo, octubre 20, 2013

¡EL MAR, IDIOTA, EL MAR!



            Comento con Zalabardo que cuando, hace ya de esto muchos años, mis hijos se sentaban a ver a los payasos de la tele (Gaby, Fofó y Miliki), yo me sentaba con ellos y disfrutaba con sus desternillantes actuaciones. Hay un sketch, para mí inolvidable. Aquel de ¡El mar, idiota, el mar! Si alguien no lo conoce, puede verlo en youtube, aunque lo que yo he encontrado no es el primitivo, sino una versión posterior, ya sin Fofó. Veo que he escrito sketch y habría estado mejor poner escena cómica. Pero me ha salido lo otro.
            Hace unos días, poco antes del desayuno, Javier hablaba de que en no sé qué programa, una entrevista con Florentino Pérez había sido, según el presentador, trending topic del día o algo así. Debería haber dicho tema de interés o del momento. Pero no le salió.
            No recuerdo bien si fue ayer mismo, en la tele, me vi asaltado a traición (un día hablaré de esto) por un spot que promocionaba unas patatas fritas con sabor a Sour Cream & Onion. Podrían haber dicho crema agria y cebolla, pero a lo mejor eso atrae menos al consumidor.
            Traigo estos ejemplos para mostrar a Zalabardo hasta qué punto aceptamos sin mayores escrúpulos palabras que podrían ser sustituidas por otras. ¿Más apropiadas? Posiblemente, tampoco deseo pontificar. Pero me sorprende que precisamente ahora que celebramos los trescientos años de fundación de la RAE estas actitudes escandalicen menos. Zalabardo sabe que no me gustan, lo que no significa que la razón me asista.
            Pero la cuestión que quiero tratar hoy es otra, tal  vez emparentada con ella. El otro día hablaba de catalanismo, españolismo, independentismo y demás zarandajas y dejaba expresada mi esperanza de que, con talante razonable, se pudiera arreglar el asunto de manera civilizada. Mas, oyendo la tele y la radio, me invade en ocasiones una gran desazón al ver la peligrosa deriva que va tomando el asunto. Y cuando pienso en la relación de “agravios” que dicen los catalanes recibir del resto de España (y no me refiero a los económicos que plantea el president Mas) no me atrevo a negar que, al menos en parte, tengan razón. Me quiero referir tan solo a la cuestión lingüística.

           Sobre el tema, me asalta, con insistencia, esta pregunta: ¿por qué quiénes piden respetar el artículo 155 de la Constitución no respetan el punto 3 del artículo 3, que podemos leer nada más abrir nuestra Carta Magna, y que dice textualmente: La riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España es un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección? Porque la Constitución ha de ser respetada completa, no solo en lo que nos interese. Y el respeto a las culturas engloba a todas y obliga a todos.
            Zalabardo es conocedor de que si voy a alguna Comunidad con lengua propia, procuro practicar mi propia y libre inmersión lingüística (muy modesta, eso sí: saludo, pregunto el nombre de las cosas, leo prensa o veo televisión, pido las comidas…). En catalán y gallego, para nosotros, es fácil; en vasco, lo confieso, soy absolutamente incapaz de entenderme.
            Antes de continuar, pido a Zalabardo que me deje hacer un inciso. El mismo día del desayuno que cito al principio, me parece que fue Rafa López quien recordó una frase de Einstein: Hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana. Y de lo primero no estoy seguro. Yo quiero añadir otra, de La Rochefoucaultd: Tres clases hay de ignorancia: no saber lo que debiera saberse, saber mal lo que se sabe, y saber lo que no debiera saberse.
            ¿Por qué traigo estas citas? Porque me hacen pensar en el comportamiento de bastantes de nuestros “comunicadores” (sé que no son todos) frente a los nombres propios de lenguas distintas al castellano. Se esmeran, y muchas veces hasta lo consiguen, en pronunciar bien nombres de futbolistas como Gareth Bale o Wayne Rooney; de actores como Sean Connery o Anthony Hopkins; de papas como  Karol Józef Wojtyla o Joseph Ratzinger. ¿Qué menos se le puede exigir a un periodista? El pueblo llano es diferente y para muestra vale un botón (o dos). En Alhaurín, a Gerard Brenan la gente lo llamaba don Geraldo. Y en el Real Betis militó, entre 1985 y 1987, un futbolista bosnio, Faruk Hadžibegić al que los aficionados, ante la dificultad de pronunciar su nombre, acabaron llamando Pepe.
            Sin embargo, esos mismos a quienes ahora se les llena la boca hablando de la españolidad catalana y de la catalanidad española (tenemos que catalanizar España, dijo hace unos días Esperanza Aguirre) y que tanto presumen de dominar fonéticas foráneas (¿No era Aznar quien decía que, a veces, hablaba catalán en familia?) dan muestras sobradas de su ignorancia en cuestiones sumamente básicas de fonética catalana. Y ninguno se sonroja por no saber pronunciar nombres tan sencillos como Carles, Oriol o Josep. Y, claro, tampoco se avergüenzan cuando llaman reiteradamente Ártur al presidente de la Generalitat, como si fuera inglés. ¿Es que nadie les ha dicho que, en catalán, ese nombre es Artúr? Ojo, pongo las tildes para evitar confusiones, pues la palabra carece de ella.
            Pues ya va siendo hora de que alguien les ponga a estos espabilados unas buenas orejas de burro y les diga, imitando aquello de los payasos: ¡Artúr, idiota, Artúr! A ver si así se enteran.

domingo, octubre 13, 2013

LO QUE DON QUIJOTE NO DIJO



            Me pregunta Zalabardo cuál puede ser la razón de que las personas seamos tan dadas a utilizar frases que otros han dicho antes (o que ni siquiera han dicho), esforzándonos en adaptarlas a nuestras necesidades, es decir, arrimando el ascua a nuestra sardina, sin reparar en los errores en que con ello, y sin saberlo, incurrimos. Reconozco que es verdad lo que dice, pero le contesto que ignoro esa razón, aunque, añado, tal vez se trate tan solo de un jactancioso intento de provocar admiración, de épater le bourgois, como dicen los franceses.
            ¿Ves lo que digo? —denuncia mi amigo al tiempo que me señala con el dedo—, Empleas mal una frase que difundieron los poetas decadentes franceses del siglo xix para manifestar su desprecio hacia la clase social que comenzaba a imponerse, la burguesía,  alterando el verdadero significado de ese verbo épater no es otro sino ‘escandalizar’, y que hoy tiende a utilizarse, no sabe bien por qué, con el de ‘provocar admiración, asombrar’, que es algo bastante diferente.
            Veo que mi buen Zalabardo viene hoy fino y decidimos buscar algunas frases que no han sido pronunciadas jamás por aquellos a quienes se les atribuye o que se lanzan temerariamente queriendo dar a entender con ellas lo que nunca han significado.
            Y Zalabardo, que, como digo, parece venir como el alumno que se ha estudiado la lección a fondo para impresionar al profesor, me suelta a quemarropa: ¿Quién podrá decirme en qué lugar del Quijote escribe Cervantes eso de ladran, luego caminamos, amigo Sancho? Y en verdad que me sorprende porque, para seguir su juego, rastreo en Internet y me encuentro una infinidad de páginas en las que, con harta temeridad, se sostiene la paternidad cervantina de la susodicha frase, unas veces simplemente como ladran, luego caminamos y otras con el añadido del amigo Sancho.
            El caso es que el autor y dueño de la frase, que no es exactamente así, no es otro sino Goethe, que tampoco era manco (bueno, Cervantes si lo fue), o sea, que nada le tenía que envidiar. Zalabardo, entonces, saca un pequeño papel del bolsillo y me lo alarga. Es una copia del poema Ladrador (del autor de Fausto), escrito en 1808 y traducido por Roberto Gómez Junco:
Cabalgamos en todas direcciones
en pos de alegrías y de trabajo;
pero siempre ladran cuando
ya hemos pasado.
Y ladran y ladran a destajo.
Quisieran los perros de la cuadra
acompañarnos donde vayamos,
mas la estridencia de sus ladridos
sólo demuestra que cabalgamos.

            Como quiero quedar a la altura de mi amigo, le digo que a mí, así de pronto, se me ocurren otras dos frases, aunque, frente a la suya, la particularidad que ofrecen es la de ser utilizadas con un significado del que carecen en su ubicación original. Una de ellas, le aclaro, sí es del Quijote. La otra es del italiano Lampedusa.
            La primera, desde hace mucho, se viene utilizando como frase proverbial: Con la Iglesia hemos topado, y con ella se quiere manifestar, como indica Francisco Rico en su edición del Quijote, ‘enfrentamiento con cualquier tipo de autoridad (y no solo la eclesiástica) a la que puede resultar problemático contradecir’. Aunque, si leemos el Quijote (y por ahí habría que empezar), en el capítulo ix de la segunda parte lo que encontramos es esto: D. Quijote y Sancho llegan al Toboso siendo noche cerrada con la intención de hallar el palacio de Dulcinea. Sancho, que, lógicamente, sabe que no lo ha de hallar, pide a su señor que guíe:
            Guió don Quijote, y habiendo andado como  doscientos pasos, dio con el bulto que hacía la sombra, y vio una gran torre, y luego conoció que el tal edificio no era alcázar, sino la iglesia principal del pueblo. Y dijo:
            —Con la iglesia hemos dado, Sancho.
            O sea, que habían llegado a la iglesia del pueblo, no al edificio que buscaban.  Y  nada más. Ni don Quijote, ni mucho menos Cervantes, quisieron decir otra cosa.
            La otra frase que le propongo a Zalabardo se atribuye a Giuseppe Tomasi di Lampedusa, autor de El gatopardo. También esta corre de boca en boca y pocos se resisten a emplearla: Que todo cambie para que todo siga igual.  Tampoco es eso lo que escribió Lampedusa, ni el sentido que hoy se le da es el que pretendió expresar el novelista italiano. En el primer capítulo de esa novela, en el que se narra el levantamiento garibaldino para instaurar una revolución que pretendía la unificación italiana, cuando el protagonista, el príncipe de Salina solicita a su sobrino Tancredi qué pasará con la monarquía, este le responde: Se non ci siamo anche noi, quelli ti combinano la repubblica. Se vogliamo che tutto rimanga come è, bisogna che tutto cambi. Mi spiegato?  O sea: Si allí (en ese movimiento revolucionario) no estamos también nosotros, estos impondrán la república. Si queremos que todo siga como  está, es preciso que todo cambie. ¿Me explico? Claro que se explica. El sobrino de Salina, cínicamente, lo que quiere decir a su tío es que hay que adaptarse a los tiempos. Que la aristocracia que ellos representan, si quiere conservar su influencia y poder, debe aceptar la revolución unificadora que se les viene encima para que no los barra.
            Zalabardo, que me ha estado oyendo sin pestañear, apunta en ese momento como quien no quiere la cosa: Lo que quizá no sepas es que esa frase no se la debemos del todo a Lampedusa, pues un escritor francés, Jean Baptiste Alphonse Karr (1808-1890) había escrito, en 1849, en un artículo de la revista satírica Las avispas lo que sigue: Plus ça change, c’est la même chose, es decir, Cuanto más cambia algo, más parece la misma cosa. Y se queda tan pancho.
            Ya digo, Zalabardo venía hoy lo que se dice “de durse”.

domingo, octubre 06, 2013

IR AL CIENTO (o IR A VER AL SEÑOR ROCA)




           Es una obviedad intentar demostrar que hay unas cosas más importantes que otras. Por ejemplo, Cristiano Ronaldo nos lo ha dejado claro al declarar no hace mucho que el dinero no es lo más importante (declaración que compartirían, entre otros, Messi y Neymar). Aunque pienso que eso es fácil decirlo si se cobra entre 15 y 21 millones de euros al año, limpios de polvo y paja, al tiempo que muchos vemos cómo sueldos (de funcionarios) y pensiones se congelan una y otra vez y el paro es una lacra a la que no se logra poner remedio. Como obviedad (o ingenuidad) es creer que todos somos iguales, pues quienes hayan leído Rebelión en la granja, de Orwell, recordarán la manera en que a aquel mandamiento básico “todos los animales son iguales” se le acabó añadiendo la infamante coletilla “pero unos más iguales que otros”.
            El caso es que Zalabardo me pregunta una y otra vez mi opinión sobre la cuestión catalana. Le digo que, en verdad, estoy algo confuso, que muchas veces pienso aquello de entre todos la mataron y ella sola se murió. Y me pregunto, y le pregunto a Zalabardo: Si la historia nos muestra que siempre ha existido una cuestión catalana, ¿por qué, de una puñetera vez nadie se entera de que el problema habría que solucionarlo pacíficamente y no a garrotazos?
            Temo, le digo, que nos hallemos ahora ante la última oportunidad de entendernos catalanistas y españolistas, si es aceptable usar tales términos (pues no sé qué otros emplear ya que nos veo, a un tiempo, iguales y distintos, lo cual no es malo para quien comprenda la necesidad de respetar la diferencia). Por eso pienso que el diálogo que se exige que inicien Rajoy y Mas es lo que procede. Sin prisas, las que parecen preocupar a Mas (que se empeña en señalar un límite de tres meses, después de siglos de controversias), pero sin pausas, las que parece desear imponer Rajoy (que pide que no haya fecha de caducidad, como si las cosas se arreglaran por sí solas).

           Porque lo innegable es que Cataluña y España siempre han andado a la greña y nuestra historia compartida está llena de amores y desamores: con los Reyes Católicos, los catalanes participaron activamente en las campañas expansionistas españolas. Con Carlos i, conocieron una recuperación demográfica y un esplendor económico pocas veces superado. Durante la Guerra de los Treinta Años, en tiempos de Felipe iv, el malhadado Conde Duque de Olivares impuso una política centralizadora atroz que dio lugar a la sublevación de Cataluña y la llevó, en 1641, a firmar un acuerdo con Francia para aceptar ser una república independiente tutelada por Luis xiii. En el Tratado de los Pirineos  se cedió a Francia la soberanía de territorios catalanes sin consultar siquiera a las Cortes de Barcelona. En 1714 (¿os suena ese año?), ya con Felipe v, el primer Borbón español, se abolieron las instituciones y libertades catalanas. En 1931, se restauró la Generalitat. En 1939, nueva anulación de libertades democráticas, supresión del estatuto de Autonomía y persecución implacable de la lengua y cultura catalanas. Por fin, en 1979 se aprobó el nuevo Estatuto de Autonomía, que está en la raíz del litigio actual. O eso creo.
            Y ahora, otra vez estamos con que si me voy, con que si no te dejo. Lo que deberíamos pensar es que, tras tantos encuentros y desencuentros, algo habrá que demuestre que nos necesitamos mutuamente y que explique por qué, pese a tantos “agravios”, aún no se ha dado el paso de la secesión. Pero, ojo, si tensamos mucho la cuerda (da igual quien la tense) podría romperse. Que nadie olvide esto, pues las consecuencias podrían ser impredecibles.
            Pero como la intención declarada de esta Agenda es caminar más por el desenfado que por la seriedad,  y no creo que ni Zalabardo ni yo podamos arreglar el mundo, le digo a mi amigo que optemos por la vía del humor. Y le saco a colación el posible origen de una expresión que hoy tiene un valor eufemístico, pero que en tiempos pasados expresaba un fuerte rechazo de los unos (catalanes) a los otros (no catalanes) y viceversa.
            En 1879, en El Averiguador Universal, José María Sbarbi nos explica así ir al ciento. En las fondas y otros hospedajes hubo necesidad de numerar las habitaciones para evitar equívocos. El número 100 se reservaba para los retretes. Y aclara: “Llamar número ciento al excusado o retrete se funda en un calambur o retruécano francés entre los vocablos cent, ciento, y sent, huele, por no poder menos de comunicar un olor particular a dicha estancia aquella materia… cuyo nombre se sabe, aunque se calla”.

           La explicación parece aceptable. Pero hay una aún más antigua que nos cuenta José María Iribarren: cuando en 1640 se sublevaron los catalanes por las tropelías del Conde Duque y dieron muerte al virrey, el conde de Santa Coloma, los castellanos, para indicar que iban al retrete, empezaron a decir voy al ciento, en clara alusión de desprecio al Consejo de Ciento, la institución del autogobierno de Barcelona. Los catalanes, en correspondencia, dieron en decir para lo mismo que iban a casa de Felipe, señalando a Felipe iv, rey de España.
            Estas expresiones, creo, hoy se han perdido por completo y utilizamos una más cursi y menos ofensiva: ir a ver al señor Roca (por la conocida marca de sanitarios). ¿No sería de desear que nos  quedemos con ella y olvidemos tantas rencillas?

           Esperemos, pues, por el bien de todos, que nuestros políticos (perdonadme que dude de la idoneidad de los actuales), terminen de una vez por todas con tan largo periodo de desencuentros y tengamos la fiesta en paz. Y si al final resultara que lo que Cataluña desea (todos los catalanes y no los políticos demagogos y los medradores de profesión) es la independencia, adiós y que usted lo pase bien.
            Sería, pienso, la peor de las soluciones, adoptada por dos partes que, poniendo reparos a compartir una ventaja común, lo arrojan todo por la borda y gritan chulescamente: “¡Ea, pues para ninguno!” Mientras sí y mientras no, ya va siendo hora de que seamos razonables y nos dejemos de gilipolleces por un lado y por otro.
            Amén, me responde Zalabardo.