domingo, abril 13, 2014

NUEVA ODA A LA VIDA RETIRADA



            Escribo consciente de que este apunte no lo voy a subir a la Agenda hasta el final de esta semana, pero le confieso a Zalabardo el deseo de que no se extravíe en mi memoria ningún detalle del encuentro.
            Ayer, domingo 6 de mayo, recorrimos la ruta Monda-Fuente de los Morales-Cerro Gordo-Monda. Y se nos presentó una de esas experiencias que solo a quien se echa a los caminos con el espíritu dispuesto a disfrutar de la naturaleza, y de quienes viven ligados a ella, se le ofrecen.
            Por deformación profesional, le explico a Zalabardo, tiendo a fundir lo que me rodea con el mundo de la literatura del que, por vocación y profesión, he vivido. Siempre encuentro algo que me recuerda una escena semejante leída. Y cada día me convenzo más de que la literatura, determinada literatura, no es pura invención de espíritus ociosos, sino reflejo de cuanto nos rodea. Y por eso perdura.
            Todavía temprano, en este caluroso inicio de la primavera hay que aprovechar las primeras horas para evitar los rigores del sol, llegamos a la Fuente de los Morales. Allí estaba, llenando una garrafa con el agua que manaba de aquel chorro bajo la acogedora sombra de un imponente quejigo: Pedro Villalobos. El nombre nos lo diría más tarde, que en determinados lugares y entre determinadas personas las presentaciones sobran; un educado saludo es más que suficiente.
            Hablamos de todo cuanto se puede hablar, comenzando por la bondad y frescura del agua de la fuente (“pruebe usted el agua, verá qué maravilla”), de las dificultades de la vida del campo (“el campo, hoy, no es para trabajarlo, pues no da rendimiento; el campo es para vivir”), de la oposición campo/ciudad (“yo en la capital m’ajogo; en cambio, aquí vivo rodeado de oxígeno”).
            Conocedor de nuestro destino, Pedro se ofreció a indicarnos un acceso más breve (“y más bonito”) al arranque a la subida de Cerro Gordo. Y nos metimos por una escondida y serpenteante senda entre naranjos y casitas de labor. A cada instante se paraba a hablar con sus moradores y a todos decía lo mismo (“aquí voy con unos amigos”). En tan poco tiempo nos había concedido ese honor. Hablaba de que en los pueblos, todo el mundo se conoce y todos acuden a la necesidad del vecino (“en la capital, nadie sabe quién vive a su lado”) o de que es posible disfrutar de una tranquilidad y sosiego que no hay en la ciudad. Me acordé entonces del capítulo quinto del libro de Fray Antonio de Guevara en el que relata las ventajas de la aldea frente a la corte, cuando habla de la ausencia de envidia, de la tranquilidad y sosiego de que se dispone, de que se vive de acuerdo a la razón y no a la opinión, de que hay tiempo para todo. ¿Tópicos? Según cómo lo miremos.
            Otras paradas tenían por objeto desahogarse contra los malos tiempos presentes (“estas naranjas hay que dejarlas pudrir en el árbol porque por ellas nos pagan menos de lo que cuesta hacerlas crecer”) o retornaba a su elogio de la vida rural (“en el campo, se vive con poco, pero no se pasa hambre: cualquiera tiene a su alcance bellotas, naranjas, patatas, madroños…”). ¿No habla de eso don Quijote en el capítulo xi de la segunda parte, cuando pronuncia aquel memorable discurso sobre la edad de oro?: a nadie le era necesario para alcanzar el ordinario sustento otro trabajo que el de alzar la mano y alcanzarlo de las robustas encinas.
            En esas llegamos hasta su casa (“ya que están ustedes aquí no van a seguir de largo; entren y conocerán a mi señora”). Y entramos en su casa, La Coripeña, en honor de su esposa, natural de Coripe, en la provincia de Sevilla. María (siento no recordar su apellido) nos acogió con igual agasajo. Nos enseñaron la casa, decorada con aperos y útiles que se van perdiendo (bieldos, hoces y jocinos, jáquimas, jaulas de reclamos de perdiz, cedazos…). Detrás, una pequeña huerta, no más de cien o doscientos metros cuadrados que cultivan para el consumo propio: habas, cebollas, acelgas, ajos, tomates…; una veintena de frutales diferentes: dos variedades de peral, albaricoque, melocotonero, caqui (“que he injertado porque a mi gente no le gusta”), pérsimon y charoni, paraguayo, madroño, serbal, kiwi, naranjo, limonero, una parra… El relevo de los recuerdos literarios anteriores lo tomaban Fray Luis de León: del monte en la ladera / por mi mano plantado tengo un huerto y Horacio: las ramas inútiles podando / injerta otras más fértiles.
            Continuamos la conversación. Con buenos modales y palabras él calificaba a su esposa de fanática de la limpieza (“si vengo del campo, ¿cómo no voy a ensuciar el suelo con el barro de los zapatos?”). Ella respondía, con idénticos buenos modales, que él era bastante machista. Pero todo entre risas y recuerdos gozosos de los hijos y de los nietos (“esto lo hemos hecho para ellos”).
            El agasajo a los huéspedes no podía quedar incompleto (“de aquí no se irán sin probar siquiera una copa del vino que yo hago”). Otra vez Horacio: saca del barril vino del año. Y nos subió a una pequeña terraza para que lo paladeásemos sin prisas (“sentado aquí, al atardecer, con este clima y esta vista, ¿qué más puedo pedir?”). De nuevo  Fray Luis: un no rompido sueño / un día libre, puro, quiero. O aquello otro: a mí una pobrecilla / mesa de amable paz bien abastada / me basta.
            La conclusión, que era volver al principio, cerraba el círculo (“yo no quiero la capital, que allí m’ajogo; cuando tengo que ir, deseo que llegue la noche para regresar aquí a dormir”). Otro recuerdo, Fernández de Andrada: las esperanzas cortesanas prisiones son.
            Volvimos al camino. Nos esperaba la subida a Cerro Gordo. El calor comenzaba a hostigarnos. Pero ya no hablábamos de la temperatura, ni de la fronda de los pinos que la mitigaba, ni de la belleza de los vilanos que, con la brisa, escapaban de unos álamos cercanos, ni del paisaje, ni del cansancio. Toda la charla giró en torno a Pedro Villalobos y María, que viven en Monda, en el Camino de Antonio López, en el lugar de La Alpujata. A ellos debemos darles las gracias por los momentos de felicidad que nos proporcionaron ese domingo.
            Siente curiosidad Zalabardo por saber si Pedro y María habrán leído a Cervantes, a Horacio, a Fray Antonio de Guevara, a Fray Luis de León, a Fernández de Andrada. Le contesto que estoy convencido de que no, pero que no les hace ninguna falta. Algunos soñamos esa vida beata por la imagen que nos ofrecen los libros. Ellos la viven cada día, incluso sufriendo los factores no tan idílicos que la literatura oculta. O desconoce.

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