domingo, mayo 18, 2014

TELEPERORANTES




            Alguna vez he confesado aquí que uno de los placeres que a mi edad me quedan es el de acudir un día por semana a desayunar con los compañeros del instituto (y que ellos me sigan soportando). Hablamos de forma distendida, sin crispaciones, de lo que se tercie. Luego, ya en casa, Zalabardo agradece que le cuente cómo ha ido el día. En uno de esos desayunos, hablábamos de la “condición” de periodista. De si es suficiente haber obtenido un título en una Facultad universitaria para serlo o se requiere algo más, algo que “se tiene o no se tiene”. Se hablaba de periodistas antiguos, los que mamaron la profesión entre las rotativas y las redacciones, y modernos, los que van presumiendo de título; de la diferencia entre la información y el análisis; también de la desfachatez de quienes se pasan el día de radio en radio, de televisión en televisión hablando sin parar de todo; como si alguien pudiese saber de todo. Naturalmente, evitábamos la generalización.
            Zalabardo, que, como yo, es aficionado al fútbol, evocó tiempos ya pretéritos, pues ambos pertenecemos a una generación que “veía” el fútbol por la radio. No diré que recuerdo la épica narración por parte de Matías Prats del gol de Zarra a Inglaterra en Maracaná porque aquello sucedió en 1950, aunque la haya oído en viejas grabaciones. Pero sí recuerdo, junto a su figura, otras como las de Vicente Marco, el creador del Carrusel Deportivo que nos llenaba las tardes de los domingos, de Juan Martín Navas, que cantó el gol de Marcelino en el partido España-URSS de 1964, o de Juan José Castillo, ya en época en que disfrutábamos de la televisión, que impuso el inolvidable ¡Entró, entró! en una eliminatoria España-Australia de Copa Davis en 1967. Eran los años de Santana, Orantes y compañía. A Zalabardo y a mí, esto último nos parece próximo, aunque han pasado ya 47 años. Joaquín Prats y José Ángel de la Casa son posteriores, pero tampoco deben ser olvidados.
            Juan José Castillo, en unos años en los que, de verdad, el fútbol reinaba en nuestro país, luchó, con éxito, para que supiésemos que había otros deportes (golf, tenis, baloncesto…). De aquellos locutores, tanto los de radio como los de la incipiente televisión, comento con Zalabardo, se recuerda su actitud pedagógica. Sabían transmitir lo que veían y lo hacían con una corrección y conocimientos envidiables. Nos permitían “ver” lo que oíamos y nos ayudaban a entender lo que veíamos. O eso me parece a mí ahora.
            Hoy, mantengo el me parece, todo es diferente. Más radios, más televisiones, más “plataformas” y, sobre todo, más “barullo”, más griterío, más mirar con el rabillo del ojo al profesional de la competencia que le puede restar audiencia. Y, ¡ay!, menos respeto por el oyente o telespectador. La fiebre del griterío y guirigay domina las ondas. Y, ¡otra vez ay!, no se logra ensombrecer el trabajo de los “clásicos”.

           No soy el primero en denunciar esto. Fernando Lázaro, inestimable rastreador de vicios y descuidos en el uso de nuestra lengua, dedicó algunos de sus dardos a esta nueva hornada de locutores, llamándolos, con fina ironía, rhetoriqueurs y teleperorantes. Y a muchos de sus infumables modismos les atribuía un origen neciofónico. Palabras que no aparecen en los diccionarios. Ya hablé de las palabras sin suerte.
            Pero los fallos denunciados por Fernando Lázaro (tengo delante un dardo de hace veinte años) persisten, aumentados y sin corregir. Y, además, con el agravante de que muchas transmisiones televisivas se explican a distancia; es decir, quien debe contarnos lo que pasa lo está viendo en una pantalla, lejos del escenario del evento. O sea, igual que nosotros. Es como si  Zalabardo, sentado a mi lado cuando vemos un partido, me dijera: “A ver si ofrecen otra toma y nos enteramos de qué ha pasado”. Mejor harían guardando silencio y dejándonos ver las imágenes.
            Pero hay cosas peores. Algunas causan sonrojo por su desprecio hacia el lenguaje. No solo se sigue diciendo señalizar en lugar de señalar, percutir en lugar de golpear; se habla de trivotes sin saber qué sea tal cosa; nadie se cansa de hablar del cuarto de máquinas, las temporadas se han convertido en cursos, se suprimen los artículos para conseguir mayor rapidez aun creando una menor comprensión, los equipos no consiguen puntos por ganar o empatar, sino unidades. Y así seguiríamos.

           Oyéndolos, se puede llegar a sentir vergüenza ajena. Recuerdo a uno de estos locutores estrella de ahora que se preguntaba, casi escandalizado, quién habría llamado vomitorios a los accesos, sin saber que ya los romanos dieron tal nombre a las galerías que, bajo las gradas, permitían la entrada y salida de circos, teatros, estadios y demás. O que preguntaba cuál sería el gentilicio de los nacidos en Malí.
            Aún más. Daría un coscorrón a quienes no dejan de decir que el portero está bajo los palos o que tal jugador lanza hacia el palo corto o el palo largo. No hace falta haber pisado un campo de fútbol para saber que el portero está entre los palos o bajo el larguero, porque los postes los tiene a los lados, no encima. Y lo de largo y corto: los postes o palos laterales miden exactamente lo mismo, 244 centímetros. Y decir que el palo corto es el más cercano al lanzador y el palo largo el más alejado va contra la lógica, pues, de acuerdo con la perspectiva, siempre parecerá mayor el más próximo que el más alejado. En español, largo funciona, normalmente, como adjetivo. Sin embargo, antiguamente (el DRAE no lo recoge, pero sí María Moliner y Manuel Seco) podía funcionar como adverbio con el significado de ‘lejos’. Yo todavía recuerdo haber oído decir: “Eso está muy largo”. Solo recurriendo a esto, forzando la gramática, podríamos llamar largo al palo más alejado. Pero no es usual unir un adverbio a un sustantivo.
            Voy acabando, pues me alargo: ¿Puede llamarse periodista deportivo quien solo conoce un deporte, y aun así, solo a medias? Dos ejemplos.
            El primero: algunos, cuando un jugador yerra en su disparo y el balón sale por encima del larguero, dicen que ha hecho un ensayo. No saben que ensayo, término del rugby, es una ‘jugada que consiste en poner o tocar el balón en el suelo en la zona de marca de la meta contraria’. Si, tras patearlo, el balón pasa entre los dos postes, por encima del travesaño, a eso se le llama transformación o conversión, pero nunca ensayo.
            Y el segundo, el más vergonzoso de todos porque da fe de la supina ignorancia que tiene sobre el asunto quien habla. En un reciente partido de fútbol hubo una pequeña confusión tras un gol. El narrador “a distancia”, sin ningún pudor, afirmaba su desconcierto sobre si el gol había sido válido, el árbitro auxiliar había señalado fuera de juego o había indicado manos. Las dos últimas opciones se excluían solas, pues era palmario tanto la inexistencia de fuera de juego como un uso indebido de las manos. Sobre lo primero, osaba pontificar la nulidad del gol “porque no es válido un lanzamiento de ese tipo”. “Habrá que mirar el reglamento”, insistía. ¿Cómo una persona se considera experta en un deporte cuyo reglamento desconoce? La regla 13, sobre el lanzamiento de faltas dice que el balón “estará en juego en el momento en que es pateado y entra en movimiento”. Sobre si hay que darle de una forma concreta o empujarlo con un taco de billar, por ejemplo, no dice nada. Pero el susodicho teleperorante lo desconocía. Por supuesto, había sido gol válido.

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