domingo, septiembre 21, 2014

HISTORIAS DE PALABRAS (FARO)



Faro Sands Point, Long Island, N.Y.

            Muchos días paseamos Zalabardo y yo por la zona remodelada del puerto de Málaga recorriendo el bello paseo que supone el Palmeral de las Sorpresas y disfrutando de la puesta del sol en ese complejo que han llamado Muelle Uno. Llegamos a la Farola y aun más allá, a la moderna estación marítima y al muelle de cruceros. Delante mismo de la Farola, Zalabardo me saca el tema del carácter romántico de los faros.
            Conversamos sobre cómo, desde muy antiguo, los navegantes buscaron referencias en la costa para guiar su tránsito por los mares y no extraviarse. Contra el obstáculo que suponía la oscuridad de la noche y el temor a la inmensidad del mar, se levantaron torres en cuyo remate se encendían hogueras y que jalonaban la costa para ayuda de los marinos. Muchas de estas torres servían, además, como lugares de vigilancia que prevenían ataques e invasiones.
            Algunas dieron a la vez lugar a bellas historias. La mitología griega nos cuenta la de Hero y Leandro. Los padres de ella desaprobaban su relación; pero los jóvenes seguían viéndose a escondidas. Cada uno vivía en una orilla opuesta del estrecho de los Dardanelos. Hero, noche tras noche, encendía en la torre en que moraba un fuego que ayudaba a Leandro para cruzar el mar a nado. Mas, una noche tempestuosa, el viento apagó la hoguera, el joven se extravió, y murió ahogado. Entre otros, Garcilaso dedica un bello poema a esta fatal historia.
Faro de Alejandría
            ¿Pero por qué esas torres de señales marítimas se llaman faros? La historia también es antigua. En Egipto, frente a la costa de Alejandría, emerge una pequeña isla, llamada Faros. Homero ya la menciona en La Odisea (en medio del mar encrespado, se encuentra una isla situada delante de Egipto, a la cual llaman Faros). En ella recaló Menelao a la vuelta de Troya, por castigo de los dioses, y allí hubiese perecido junto a sus compañeros de no ser por la ayuda de Idotea, hija de Proteo.
            Sobre aquel promontorio, Ptolomeo I encargó a Sóstrato de Cnido (hablamos del siglo III a.C.) levantar una torre, coronada por una estatua de Hércules y en cuya parte superior ardiera día y noche una hoguera. Su luz, se dice, podía ser vista desde una distancia de 50 km. gracias a una ingeniosa combinación de espejos y lentes. Un puente llamado Heptastadion (porque medía 7 estadios, es decir, aproximadamente 1300 metros) unía la isla al puerto de la ciudad. La torre (conocida también como Faro de Alejandría) fue considerada una de las siete maravillas del mundo. Superaba con mucho los cien metros de altura, por lo que fue el edificio más alto de la antigüedad.
            Dado el prestigio de esta torre y su linterna, pues ese es el nombre de la parte de la construcción donde se sitúa la luz, a todas las construcciones que se levantaban con esta función se les comenzó a llamar faros, lo que no es sino un caso de metonimia ya que el nombre de un lugar, Faros, pasa a designar algo que en él hay.
            Dice Covarrubias que de ahí tomó nombre también el farol, el ‘linternón grande que lleva en la popa el navío’ y los faroles, ‘que se hacen de vidrio para meter dentro las velas y defender no las mate el aire’. Ese farol de que habla Covarrubias es lo que también llamamos fanal, que procede del griego φαίνω, ‘brillar’, de donde derivan igualmente φανός, ‘antorcha’ y su diminutivo φαναρι, que propiciaron el italiano fanale. De la misma raíz, curiosamente, proceden fantasía, fantasma, diáfano y quirófano, entre otras. Por su parte, linterna, procede del griego λαμπτήρ, ‘lámpara’, que dio lugar al italiano lanterna; que nosotros digamos linterna es consecuencia de una etimología popular, pues, al ir la luz dentro de esa caja de vidrio, se pensó que debería ser interna.
Torre de Hércules. E. Pérez Martínez
            En nuestros días, le comento  a Zalabardo, todo va perdiendo el romanticismo de épocas pasadas. “O a lo peor es que somos nosotros los que nos vamos quedando fuera de onda”, me responde él. Sea lo que  sea, lo cierto es que los modernos medios que ayudan a la navegación van haciendo inútiles los faros de otro tiempo. Leo que en España hay 187 faros. La mayoría están ya deshabitados. Algunos, incluso se alquilan a turistas como un apartamento cualquiera.
            Pero, aún así, los faros ejercen un innegable atractivo para cualquiera. Algunos incluso están rodeados de un aura de misterio o leyendas. La Torre de Hércules, en A Coruña, levantado en el siglo I, es el único faro romano que subsiste y el más antiguo en funcionamiento. Por algo está catalogado como Patrimonio de la Humanidad. El Faro de Finisterre no dejará de ser, pese a quien pese, el Faro del Fin del Mundo. El Faro de los Ahorcados, en la isla de Penjats (‘ahorcado’, en catalán), cerca de Ibiza, se llama así, al parecer, porque en aquel islote ajusticiaban a los condenados a muerte para que pudiesen ser vistos por los piratas que pasaban por la zona. El Faro de la Muerte, en Tevennec, en la Bretaña francesa. El Faro de Sands Point, en Long Island, Nueva York…
Farola de Málaga. Foto sin fecha
            Hay otros que, si no sustentan historias truculentas o dramáticas, ofrecen al menos alguna curiosidad. Por ejemplo, La Farola, de Málaga, levantada en 1817, y la Farola del Mar, de Santa Cruz de Tenerife, levantada en 1863, son los únicos faros conocidos, al menos en España, que tienen nombre femenino. ¿Por qué? Eso sí que no lo sé.
            Me recuerda Zalabardo que no termine sin dar las gracias a Juan Andrés Gaitán por haberme aclarado el sentido de un refrán que yo decía no conocer en un apunte sobre refranes publicado el 19 de marzo de 2012. El refrán dice: Que la parta mi hijo y que la queme mi nuera. El señor Gaitán me informa que nos incita a dejar las tareas ingratas a los demás, ya que el refrán se refiere a la leña de la higuera, que es mala para cortarla y que desprende al ser quemada un humo desagradable. Dicho queda.

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