domingo, septiembre 28, 2014

HÉLAS! CECI TUERA CELA



Nôtre Dame. Grabado del s. XVII

           ¡Ay! Esto matará aquello. Conversábamos Zalabardo y yo sobre libros. No sobre libros concretos, sino sobre el concepto mismo de libro, lo que significa y ha significado para el progreso de la humanidad. En un momento de la conversación, solicitó mi opinión acerca de la relación entre las nuevas tecnologías y los libros, los de papel, los de toda la vida. Quería saber si me integro en el bando de quienes dan por sentado que los de papel tienen los días contados y que los formatos electrónicos acabarán desterrándolos al olvido o pertenezco al grupo de los nostálgicos que aún prefieren el formato tradicional.
           Recordé entonces un pasaje de la monumental novela Nuestra Señora de París, de Víctor Hugo. Jacques Coictier y Claude Frollo hablan sobre libros. Frollo vive encerrado entre el silencio y la soledad. Entregado al estudio, lo domina la indefinida angustia del hombre romántico. En su carácter se mezclan el bien y el mal. En su interior, fe y razón debaten continuamente. Capaz de cualquier sacrificio altruista —recogió al abandonado Quasimodo y amparó a la gitana Esmeralda— no elude mostrarse egoísta y dispuesto a cualquier maldad cuando esta le niega sus favores.
            En un momento, Frollo abre una ventana y ante ellos se despliega la mole impresionante de Nôtre Dame. Extiende su mano izquierda hacia la fachada de la catedral y la derecha hacia el libro que tiene abierto encima de su mesa. Y exclama: Hélas! Ceci tuera cela, o sea, ¡Ay, esto matará aquello! Cuando Coictier se extraña de la exclamación, porque piensa que se trata de un libro inocente, pregunta: ¿Es acaso por estar impreso?, Frollo responde: ¡Ay, ay, ay! ¡Las cosas pequeñas acaban con las grandes; un diente triunfa sobre una masa. La rata del Nilo mata al cocodrilo; el pez espada mata a la ballena; el libro matará al edificio!
            El capítulo siguiente se inicia exponiendo el narrador las interpretaciones que podrían darse a las palabras de Frollo. Era el pensamiento de un cura que muestra su espanto ante una circunstancia nueva cual era la imprenta. Era el miedo del púlpito y el manuscrito —la palabra hablada y la palabra escrita— hacia la palabra impresa. Los cambios en la forma del pensamiento humano llevarían a un cambio en la expresión. Ya nada se podría expresar de la misma manera; el libro de piedra, tan duro y perdurable, cedería la plaza al libro de papel, más sólido y perdurable aún. Pero había una segunda interpretación que se resumía de manera muy simple: un arte iba a destronar a otro arte. La imprenta mataría a la arquitectura.

Pórtico de la Gloria
            Zalabardo se queda pensando en mis palabras como si no terminara de ver la relación entre lo que me preguntaba y lo que le cuento. Aprovecho para decirle que, en mi opinión, y sin ser en absoluto partidario de que cualquier tiempo pasado haya sido mejor —aunque no siempre sea más valioso lo último que nos llega—, pienso que no hay razón para que lo nuevo tenga que suplantar necesariamente a lo viejo. Y le pongo un ejemplo: cualquiera de nosotros, le digo, puede coger una guía —plagada de ilustraciones y de rutilante colorido— o ver un documental que nos expliquen cada uno de los detalles del Pórtico de la Gloria de la catedral de Santiago: la ciudad celeste, el premio de los justos y el castigo de los impíos, la genealogía de Cristo, el Antiguo y el Nuevo Testamentos, los profetas y los apóstoles, esos músicos de los que Rosalía de Castro escribió: ¡Miradlos! Parece que mueven sus labios, que hablan quedamente unos con otros; que va a dar comienzo el concierto celestial, pues ya, risueños, afinan sus instrumentos.
            Pues bien, nunca esa guía sustituirá el placer que me provoca contemplar in situ la obra que el maestro Mateo realizó en el siglo xii, ni comprenderé su significado mejor que mirándolo frente a frente, como lo miraban los hombres del Medievo que carecían de otros medios de aprendizaje. Lo mismo podría decir del Coliseo de Roma, o de tantos otros monumentos. Y yendo a cosas más prosaicas: ¿qué guía suplirá el placer de gozar de una fabada en Casa Generosa, en Pedroveya, Asturias, después de haber recorrido a pie el encantador y mágico Desfiladero de las Xanas?

            “¿Y los libros?”, me sigue preguntando Zalabardo. Es entonces cuando trato de convencerlo de que pasa igual, que nunca se perderán, que Claude Frollo estaba equivocado porque todo tiene su espacio y su función. Disponemos de muchos adelantos, bienvenidos sean. El libro electrónico ha supuesto un gran avance, y nunca negaré que lo empleo con frecuencia y disfruto de las comodidades que me ofrece. Hacia el año 2000, Michel del Castillo escribió: En realidad, nadie sabe a qué se parecerá el mundo del libro dentro de un cuarto de siglo. Ya llevamos la mitad del tiempo por él contemplado y en esas estamos. Pero el libro de papel, espero no equivocarme, no desaparecerá. El libro de papel, independientemente de la magia de su tacto y de la agradable sensación del olor de la tinta, todavía es capaz de aportarnos cosas que el libro electrónico no puede.
            Aunque todo dependerá, le digo a Zalabardo, de la mayor o menor altura de miras, del grado de sensibilidad (lo que redundará en que triunfe el interés por la cultura o solo un desmedido afán de lucro) que muestren las grandes firmas editoriales ante el reto. El maestro Mateo pensaba en el valor didáctico de su obra en una sociedad en la que predominaba el analfabetismo. Gutenberg puso el libro al alcance de muchas personas para quienes, antes de su invento, estaba vedado. Las editoriales de hoy, me temo, piensan más en sus cuentas de resultados; consideran el libro, con independencia de su formato, como un negocio, no como un bien social o como un objeto de placer.

domingo, septiembre 21, 2014

HISTORIAS DE PALABRAS (FARO)



Faro Sands Point, Long Island, N.Y.

            Muchos días paseamos Zalabardo y yo por la zona remodelada del puerto de Málaga recorriendo el bello paseo que supone el Palmeral de las Sorpresas y disfrutando de la puesta del sol en ese complejo que han llamado Muelle Uno. Llegamos a la Farola y aun más allá, a la moderna estación marítima y al muelle de cruceros. Delante mismo de la Farola, Zalabardo me saca el tema del carácter romántico de los faros.
            Conversamos sobre cómo, desde muy antiguo, los navegantes buscaron referencias en la costa para guiar su tránsito por los mares y no extraviarse. Contra el obstáculo que suponía la oscuridad de la noche y el temor a la inmensidad del mar, se levantaron torres en cuyo remate se encendían hogueras y que jalonaban la costa para ayuda de los marinos. Muchas de estas torres servían, además, como lugares de vigilancia que prevenían ataques e invasiones.
            Algunas dieron a la vez lugar a bellas historias. La mitología griega nos cuenta la de Hero y Leandro. Los padres de ella desaprobaban su relación; pero los jóvenes seguían viéndose a escondidas. Cada uno vivía en una orilla opuesta del estrecho de los Dardanelos. Hero, noche tras noche, encendía en la torre en que moraba un fuego que ayudaba a Leandro para cruzar el mar a nado. Mas, una noche tempestuosa, el viento apagó la hoguera, el joven se extravió, y murió ahogado. Entre otros, Garcilaso dedica un bello poema a esta fatal historia.
Faro de Alejandría
            ¿Pero por qué esas torres de señales marítimas se llaman faros? La historia también es antigua. En Egipto, frente a la costa de Alejandría, emerge una pequeña isla, llamada Faros. Homero ya la menciona en La Odisea (en medio del mar encrespado, se encuentra una isla situada delante de Egipto, a la cual llaman Faros). En ella recaló Menelao a la vuelta de Troya, por castigo de los dioses, y allí hubiese perecido junto a sus compañeros de no ser por la ayuda de Idotea, hija de Proteo.
            Sobre aquel promontorio, Ptolomeo I encargó a Sóstrato de Cnido (hablamos del siglo III a.C.) levantar una torre, coronada por una estatua de Hércules y en cuya parte superior ardiera día y noche una hoguera. Su luz, se dice, podía ser vista desde una distancia de 50 km. gracias a una ingeniosa combinación de espejos y lentes. Un puente llamado Heptastadion (porque medía 7 estadios, es decir, aproximadamente 1300 metros) unía la isla al puerto de la ciudad. La torre (conocida también como Faro de Alejandría) fue considerada una de las siete maravillas del mundo. Superaba con mucho los cien metros de altura, por lo que fue el edificio más alto de la antigüedad.
            Dado el prestigio de esta torre y su linterna, pues ese es el nombre de la parte de la construcción donde se sitúa la luz, a todas las construcciones que se levantaban con esta función se les comenzó a llamar faros, lo que no es sino un caso de metonimia ya que el nombre de un lugar, Faros, pasa a designar algo que en él hay.
            Dice Covarrubias que de ahí tomó nombre también el farol, el ‘linternón grande que lleva en la popa el navío’ y los faroles, ‘que se hacen de vidrio para meter dentro las velas y defender no las mate el aire’. Ese farol de que habla Covarrubias es lo que también llamamos fanal, que procede del griego φαίνω, ‘brillar’, de donde derivan igualmente φανός, ‘antorcha’ y su diminutivo φαναρι, que propiciaron el italiano fanale. De la misma raíz, curiosamente, proceden fantasía, fantasma, diáfano y quirófano, entre otras. Por su parte, linterna, procede del griego λαμπτήρ, ‘lámpara’, que dio lugar al italiano lanterna; que nosotros digamos linterna es consecuencia de una etimología popular, pues, al ir la luz dentro de esa caja de vidrio, se pensó que debería ser interna.
Torre de Hércules. E. Pérez Martínez
            En nuestros días, le comento  a Zalabardo, todo va perdiendo el romanticismo de épocas pasadas. “O a lo peor es que somos nosotros los que nos vamos quedando fuera de onda”, me responde él. Sea lo que  sea, lo cierto es que los modernos medios que ayudan a la navegación van haciendo inútiles los faros de otro tiempo. Leo que en España hay 187 faros. La mayoría están ya deshabitados. Algunos, incluso se alquilan a turistas como un apartamento cualquiera.
            Pero, aún así, los faros ejercen un innegable atractivo para cualquiera. Algunos incluso están rodeados de un aura de misterio o leyendas. La Torre de Hércules, en A Coruña, levantado en el siglo I, es el único faro romano que subsiste y el más antiguo en funcionamiento. Por algo está catalogado como Patrimonio de la Humanidad. El Faro de Finisterre no dejará de ser, pese a quien pese, el Faro del Fin del Mundo. El Faro de los Ahorcados, en la isla de Penjats (‘ahorcado’, en catalán), cerca de Ibiza, se llama así, al parecer, porque en aquel islote ajusticiaban a los condenados a muerte para que pudiesen ser vistos por los piratas que pasaban por la zona. El Faro de la Muerte, en Tevennec, en la Bretaña francesa. El Faro de Sands Point, en Long Island, Nueva York…
Farola de Málaga. Foto sin fecha
            Hay otros que, si no sustentan historias truculentas o dramáticas, ofrecen al menos alguna curiosidad. Por ejemplo, La Farola, de Málaga, levantada en 1817, y la Farola del Mar, de Santa Cruz de Tenerife, levantada en 1863, son los únicos faros conocidos, al menos en España, que tienen nombre femenino. ¿Por qué? Eso sí que no lo sé.
            Me recuerda Zalabardo que no termine sin dar las gracias a Juan Andrés Gaitán por haberme aclarado el sentido de un refrán que yo decía no conocer en un apunte sobre refranes publicado el 19 de marzo de 2012. El refrán dice: Que la parta mi hijo y que la queme mi nuera. El señor Gaitán me informa que nos incita a dejar las tareas ingratas a los demás, ya que el refrán se refiere a la leña de la higuera, que es mala para cortarla y que desprende al ser quemada un humo desagradable. Dicho queda.

domingo, septiembre 14, 2014

LA EDAD DEL DIABLO (DE SENECTUTE)




Fotograma de La petit chambre

            Trato de rebatir a Zalabardo la validez del refrán que sostiene que más sabe el diablo por viejo que por diablo. Bien está que se respete la experiencia de la edad, como bien está que aceptemos que los años dan conocimiento, lo cual está por demostrar. Os lo digo yo, que he cumplido 70 hace solo unos días.
            Y, sin embargo…
            Juan de Mairena, el apócrifo de Machado, solía emplear mucho esta locución de matiz adversativo para cerrar un discurso con una negación o atenuación de lo antes dicho. Se lo comentaba hace un tiempo a unos compañeros y también les enviaba un texto que venía al pelo. Titula Machado el fragmento precisamente Sin embargo…:
            No toméis, sin embargo, al pie de la letra lo que os digo. En general, los viejos sabemos, por viejos, muchas cosas que vosotros, por jóvenes, ignoráis. Y algunas de ellas —todo hay que decirlo— os convendría no  aprenderlas nunca.
            Por eso recelo de quienes menosprecian a los jóvenes con la excusa de su falta de experiencia. Y es lo que me dice Zalabardo: Si tuvieran experiencia no serían tan jóvenes. Y, si son jóvenes, aunque carezcan de ella, tienen la suerte de disponer de un tiempo precioso para conseguirla y evitar los errores que nosotros, los mayores, hemos cometido. Aparte de que, en ocasiones, dudo de qué sea eso de la experiencia. También fue Machado quien escribió: A distinguir me paro las voces de los ecos; y, por desgracia, muchas veces atendemos más a los ecos que a las voces. ¿Cuántos jóvenes hay —vuelvo a decirle— que saben muchas cosas que nosotros, los mayores, ignoramos? No olvidemos que el mundo cambia y el campo de los conocimientos también. Y, se diga lo que se diga, queramos o no queramos, los mayores (digo mayores por si a alguien molesta el término viejo; a eso nos lleva, por desgracia, el lenguaje políticamente correcto), nos vamos quedando atrasados. Lo cual no debe avergonzarnos, sino predisponernos a aceptar consejos de quienes tienen menos años.
            ¿No será —concluyo diciendo a mi amigo— que el aludido refrán lo inventó alguien pesaroso por haber perdido —haber malgastado—su juventud? Porque ya lo dijo Rubén Darío:
Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver…!
            En conexión con lo que antecede, también discuto con Zalabardo acerca de otro refrán, el que afirma que el saber no ocupa lugar. ¿Quién se cree eso? Si yo tuviera físicamente todos los diccionarios que conozco y suelo consultar (excluyo aquellos que desconozco —muchos— y que me gustaría hojear), de mi casa tendría que salir alguien por falta de espacio. ¿Y sabéis quién sería ese? Pues eso.
            Y sin embargo…
            Ese problema no se me planteará y no tendré miedo a ser expulsado de ninguna parte, porque todos esos diccionarios (y quien dice diccionarios puede decir cualquier otra cosa) caben en un pequeño espacio del disco duro del ordenador en el que ahora escribo. Y si hablamos de eso que llaman “la nube”, no digamos. ¿Hay alguien capaz de retener en su cabeza todo lo aprendido, lo estudiado, lo oído a lo largo de su vida? Pues claro que no, pues la memoria, afortunadamente, no solo es frágil, sino que es selectiva.
            Y sin embargo…
            ¿Recordáis Funes el memorioso, el inquietante cuento de Borges? El protagonista, a consecuencia de un accidente, queda postrado y pierde el conocimiento; pero, al recobrarlo, recordaba cualquier cosa fuese cual fuese su antigüedad. Cada percepción suya era única e inolvidable.
            Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa. Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del 30 de abril de 1882 y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que solo había mirado una vez […] Podía reconstruir todos los sueños, todos los entresueños. Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero […]
            Funes no solo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado. Resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la tarea era interminable, la conciencia de que era inútil. Pensó que en la hora de su muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez.
 
El ángel caído, de R. Bellver
          
Y a todo esto, me pregunta Zalabardo, ¿qué pinta aquí la edad del diablo? Pues nada, le digo, que el diablo, pobrecillo, es ya muy viejo y se le hará insoportable retener tantas cosas en la cabeza. Porque, como Funes, es incapaz de olvidarlas. Y si Funes, felizmente, murió de una congestión pulmonar, el diablo es eterno y eso lo debe tener cabreadísimo. ¿Qué hace entonces? Tentarnos continuamente e inducirnos a desear un conocimiento que supera nuestras fuerzas. Es su modo de venganza.