domingo, febrero 01, 2015

LA CENSURA ESTÁ MUY VIVA




            En un periodo en el que creeríamos gozar de más libertades que nunca sucede, paradójicamente, que también hay más censores, más talibanes dispuestos a imponernos su pensamiento, con desprecio de la libertad de los demás.
            Recientemente, Mª Ángeles Carmona, presidenta del Observatorio contra la Violencia Doméstica y de Género, soltó, para manifestar con vehemencia su deseo de que el piropo sea erradicado, esta perla: "nadie tiene derecho a hacer un comentario sobre el aspecto físico de una mujer, aunque sea bueno, bonito y agradable”. La frase se las trae. Tal vez esta señora ignore dos cosas: que el piropo, no la burrada, es un gesto de elogio, alabanza y admiración hacia quien se dirige y que, en nuestros días, las mujeres piropean tanto como los hombres..
            No me extenderé, le advierto a Zalabardo, sobre las palabras de la señora Carmona. Ya lo han hecho otros antes y, con seguridad, mejor.            
            Solo deseo decir que la afirmación “nadie tiene derecho a hacer un comentario sobre el aspecto físico de una mujer —yo añadiría, o de un hombre— aunque sea bueno, bonito y agradable” no anda descaminado de ser también un atentado contra muchas libertades legítimas y que, de seguir lo que parece indicar, media historia de la literatura constituiría una invasión en la intimidad de la mujer (o del hombre) y debería proscribirse. Con la ayuda de Zalabardo he realizado, un tanto al azar, una selección de textos cuya lectura debería estar terminantemente prohibida, porque son comentarios sobre el aspecto físico de personas (mujeres y hombres):

No me negarás, Sancho, una cosa: cuando llegaste junto a ella, ¿no sentiste un olor sabeo, una fragancia aromática y un no sé qué de bueno que yo no acierto a dalle nombre? […] Yo sé bien a lo que huele aquella rosa entre espinas, aquel lirio del campo, aquel ámbar desleído
(Cervantes: Don Quijote de la Mancha, 1, xxxi).
La belleza aparece después en una discreta
dama, que agrada tanto a los ojos, que dentro
del corazón nace un deseo del objeto que
agrada; y a veces dura tanto en este, que hace
que despierte el espíritu de Amor. E igual
hace en la dama el hombre de valía
(Dante: La vida nueva, xx).
Orlando, a primera vista, parecía predestinado a una carrera semejante. El rojo de sus mejillas era aterciopelado como un durazno; el vello sobre el labio era apenas un poco más tupido que el vello sobre las mejillas. Los labios eran cortos yu ligeramente replegados sobre dientes de una exquisita blancura de almendra […] Pero, ¡ay de mí!, estos catálogos de la hermosura juvenil no se pueden acabar sin mencionar la frente y los ojos
(Virginia Woolf: Orlando, 1).
Ojos claros, serenos,
si de un dulce mirar sois alabados,
¿por qué, si me miráis, miráis airados?
Si cuanto más piadosos
más bellos parecéis a aquel que os mira,
no me miréis con ira
porque no parezcáis menos hermosos
(Gutierre de Cetina).
Dulce corazón mío de súbito asaltado.
Todo por adorar más de lo permisible.
Todo porque un cigarro se asienta en una boca
y en sus jugosas sedas se humedece.
Porque una camiseta incitante señala,
de su pecho, el escudo durísimo,
y un vigoroso brazo de la mínima manga sobresale.
Todo porque unas piernas, unas perfectas piernas,
dentro del más ceñido pantalón, frente a mí  se separan.
Se separan
(Ana Rossetti: Chico Wrangler).
¿Qué es poesía? dices mientras clavas
en mi pupila tu pupila azul.
¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas?
Poesía… ¡eres tú!
(G. A. Bécquer: Rima xxi).
Se equivoca usted conmigo, no me cabe duda. Para mí usted es como una madona en un pedestal que ocupa en mi alma un lugar elevado, sólido e inmaculado. Pero la necesito para vivir, ¡necesito sus ojos, su voz, su pensamiento!
(Gustave Flaubert: Madame Bovary, Segunda parte, ix).
Disimula mucho, a lo que yo presumo, el cuidado que tiene de su persona; no se advierten en ella ni cosméticos ni afeites; pero la blancura de sus manos, las uñas tan bien cuidadas y acicaladas, y todo el aseo y pulcritud con que está vestida, denotan que cuida de estas cosas más de lo que se pudiera creer en una persona que vive en un pueblo
(Juan Valera: Pepita Jiménez, i).
Cuando nace un hombre
hay un olor a pan recién cocido
por los pasillos de la casa;
en las paredes, los paisajes
huelen a mar y a hierba fresca
(Ángela Figuera: Cuando nace un hombre).
Calisto. En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios.
Melibea. ¿En qué, Calisto?
Calisto. En dar poder a natura que de tan perfecta hermosura te dotase, y hacer a mí, inmérito, tanta merced que verte alcanzase
(Fernando de Rojas: La Celestina, i).
Alcalde. Muy buenas. (Al Zapatero.) Como guapa, es guapísima.
Zapatero. ¿Usted cree?
Alcalde. No te vayas a poner lila a última hora… (A la Zapatera.) ¡Qué bonitas damas de noche lleva usted en el pelo! ¡y qué bien huelen! […]
Alcalde. Un poco brusca… pero es una mujer guapísima, ¡qué cintura tan ideal!
(F. García Lorca: La zapatera prodigiosa, escena vii).
Tus piernas eran finas y tus pechos pequeños…
todo tu encanto estaba en tus ojos sombríos;
tu enorme cabellera de luto me llenaba
de su cascada suave de raso entristecido
(Juan Ramón Jiménez: Libros de amor, 11).
Me remueve tu voz. Por ella siento
que la rama combada se endereza
 y el fruto de mi voz se crece al viento
(María Victoria Atencia: Sazón).



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