domingo, marzo 01, 2015

EL DAR ES HONOR, Y EL PEDIR, DOLOR



            Le digo a Zalabardo que siento muy lejanos los años en que aún daba clases, que me parece una eternidad el tiempo transcurrido desde que me jubilé. Y, sin embargo, hay tics de los que no logro desprenderme y todavía quedan en mí vestigios de mi condición de profesor. Como me queda una duda, ignoro si la razón me asiste o no, que tampoco he podido solventar: la de creer que exigimos a los alumnos una serie de conocimientos complicados, cuya utilidad práctica desconozco, al tiempo que descuidamos su formación en conocimientos instrumentales más necesarios. La especialización, me digo, es tarea reservada a la Universidad; antes, en la primaria y en la secundaria, los profesores de Lengua deberíamos limitarnos a proporcionar eso que algunos creen pomposamente haber descubierto ahora, las habilidades básicas (lectura fluida y comprensiva, expresión oral y escrita correctas, mayor caudal léxico, acercamiento a nuestra cultura literaria y fomento de la lectura, lo que no es poco). Alcanzado este objetivo, el bachillerato procuraría dotar de los conocimientos y técnicas que se juzgan imprescindibles para quien desea acceder a la Universidad. No digo que estemos inculcándoles contenidos que no deban saber, sino que, en no pocas ocasiones, lo hacemos con un grado de profundidad que no les permite asimilarlos adecuadamente. Esa ha sido durante años mi gran preocupación. Pero, y este problema lo hemos tenido todos los profesores, chocamos con unos sistemas de enseñanza y unas programaciones que parecen olvidar algo para mí tan simple.
            Hace unos días, hablábamos de la dificultad de hallar sinónimos perfectos. Hoy les ha tocado el turno a los antónimos. “¿No podríamos hablar de si es mejor Ronaldo que Messi o Messi que Ronaldo, como hace todo el mundo?”, me echa en cara Zalabardo. Entonces yo no desaprovecho la ocasión que me brindan sus palabras: ¿Estás viendo?, le digo. Tú enfrentas a Messi con Ronaldo, lo que supone: 1, hacer una comparación; 2, considerar que uno y otro tienen características diferentes, y hasta contrapuestas; y 3, establecer que uno es mejor que otro. Conclusión: si uno es mejor, el otro es peor o, en cualquier caso, menos mejor. Ya estamos empleando, sin caer en la cuenta, la antonimia.
            Zalabardo, paciente al cabo, se siente atrapado en una red de la que no sabe escapar y decide soportar que siga hablando de antónimos. Pero no es ese mi objetivo final, como podrá ver quien tenga la paciencia de seguir leyendo.
            Si se dice que son sinónimas las palabras que tienen el mismo significado y pueden sustituir las unas a las otras en contextos semejantes (el temporal ha amainado/remitido), antónimas son aquellas cuyos significados son contrarios (esta persona es agradable/desagradable). En resumidas cuentas, el antónimo de A sería no A ¿Debería bastar este planteamiento para alumnos de niveles básicos y medios? Porque la cuestión no queda ahí, ya que con los antónimos ocurre igual que con los sinónimos, que es difícil establecer cuándo un término significa, en verdad, lo contrario que otro. Veamos unos ejemplos. Parece claro que lo opuesto a macho es hembra, ¿pero cuál es el contrario de rojo: azul, blanco, verde, añil…?; ¿es en verdad vender lo contrario de comprar? Ante tales situaciones, los lexicólogos empiezan a hacer clasificaciones y hablan de antónimos graduales (cuando los términos son extremos de una escala: caliente, templado, tibio, frío, gélido…), de antónimos complementarios (si el significado de uno elimina el del otro: vivo/muerto), o de antónimos recíprocos (si el significado de uno implica el del otro: comprar/ vender).
            Aun así, todavía se nos plantean problemas. Por ejemplo: vale decir que comprar/vender son tan recíprocos como preguntar/responder? Porque si digo A compra una casa a B, nadie duda de que estoy diciendo que B vende una casa a A; en cambio, si digo A pregunta a B, ¿quién me asegura que B responde a A?
            Cuestiones de este tipo me llevaron a convencerme, hace años, de la dificultad que entraña preparar ejercicios que determinen si los alumnos han comprendido la complejidad de determinados temas. Entonces, me cuestionaba si no valdría más ayudarlos a que aumentaran su capacidad lectora, a entender mejor lo que leen y a manifestar mejor lo que piensan; a luchar por que les resulte amena la lectura, concediéndoles cierto grado de libertad a la hora de elegir qué leer; a que dispongan, en suma, de los medios para una más correcta expresión oral y escrita. Las complejidades léxicas, sintácticas, fonéticas…, (que son muchas), ¿por qué no las dejamos para los especialistas?

           ¿A qué obedece el farragoso planteamiento anterior si mi objetivo, lo avisaba antes, es otro? Temo alargarme. Por eso, antes, me gustaría referirme brevemente a la relación pedir/dar. Son muchos los refranes y locuciones que en nuestra lengua presentan enfrentados los dos términos. Algunos son sumamente solidarios, como el evangélico pedid y se os dará. Otros son detestables y deberíamos excluirlos, como contra el vicio de pedir, la virtud de no dar. Los hay que expresan la picaresca del que busca mañas para alcanzar lo deseado: pedir lo injusto para alcanzar lo justo o pedir sobrado para salir con lo mediado. En no pocos se nos previene contra el riesgo de aspirar a lo inalcanzable: pedir peras al olmo, pedir la luna, pedir muelas al gallo, pedir leche a la Cabrillas (nombre que en otro tiempo se dio al grupo de estrellas que forman las Pléyades)… Hay más, y para todos los gustos.
            Pero como sobre esta relación entre pedir y dar queda más tela que cortar, decido parar y continuar en el próximo apunte.

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