sábado, abril 11, 2015

MODOS, MODAS Y OTRAS COSAS



 
Mafalda, de Quino
          
Años atrás, converso con Zalabardo, aprendíamos la lengua de otra manera. Se hacían copiados y dictados, para reforzar la ortografía y observar el estilo de quienes podían ser considerados modelos. También se hacían redacciones, ejercicio que nos proporcionaba confianza y soltura para expresar lo que sentíamos e ir dando forma a un estilo propio. Sobre aquellas tareas, recuerdo, el profesor nos indicaba lo que debíamos mejorar o corregir: “la frase te quedaría mejor construida así…”, “este verbo debes ponerlo en tal forma…”, “observa que has cometido un anacoluto…”, “usa este sinónimo para evitar repeticiones…”, “aquí es más apropiada tal o cual palabra…”. Al tiempo, aprendíamos qué es un anacoluto, la sinonimia, el uso modos y tiempos verbales… Se combinaba teoría y práctica a un tiempo.
            También recuerdo, le digo a Zalabardo, que yo, siguiendo aquel sistema con que me enseñaron, pedía a mis alumnos redacciones que pudiesen resultarles más amenas. Les decía, por ejemplo: “Tenéis que contar, en 400 o 500 palabras como mínimo, una situación, real o inventada, que haya tenido gran trascendencia en tu vida”.
            Pero, lo que son las cosas, los copiados, los dictados y las redacciones (cada ejercicio tenía su momento y su nivel) han ido cayendo en desuso. Empezaron a verse como métodos desfasados. Como no quiero escurrir el bulto, confieso que también yo caí en las garras de las modas. Y también comencé a agobiar  a los alumnos con más atracones de teoría que con amena y positiva práctica. En actividades que requieren poner en práctica la creatividad, hoy parece no preocupar que el alumno recurra a Internet (lo cual no es malo) y se limite a la socorrida práctica de copiar y pegar (lo que es desalentador). El resultado está a la vista. Un alumno de secundaria tiene dificultades para componer un texto que llegue a diez líneas. No digamos ya de 500 palabras. El problema, para nuestra vergüenza, afecta a la propia Universidad. No creo que haya echarles la culpa, como algunos hacen, a las redes sociales, a los escuetos mensajes propios de twitter, whatsaap y demás formas de mensajería rápida. La culpa no es de estos mensajes ni de las nuevas tecnologías; nada nuevo tiene por qué ser malo. La culpa es de los sistemas y de las formas de enseñar.
            Las deficiencias en el dominio de una gramática básica, y la dificultad para adquirir un estilo personal y un léxico medianamente fluido las vemos cada día en personas cuyo instrumento de trabajo es el lenguaje. Quienes se dedican al periodismo o han de servirse habitualmente del lenguaje tienen hoy a su alcance herramientas para aclarar dudas que en otro tiempo no había: los libros de estilo de cada medio, el Diccionario Panhispánico de Dudas, de la RAE, El libro del español correcto, del Instituto Cervantes, La gramática descomplicada, de Álex Grijelmo, o el Libro del estilo urgente, de la Agencia EFE. Hay más, pero no parece que sirvan de mucho.
            Porque son muchos los periodistas de hoy que, sin rubor, arrastran sus vergüenzas lingüísticas por las páginas de los periódicos. El domingo pasado, en El País, SUR, de Málaga, y As pude recolectar las siguientes perlas. Una experta en modas trufaba un brevísimo reportaje con una insufrible sarta de extranjerismos evitables. El núcleo del reportaje era el auge que está alcanzando el uso del culotte, prenda que no es ninguna novedad. Ignoro si esta persona conoce que ya en el siglo xix se llamó así a una falda dividida en dos perneras que permitía a la mujer cabalgar sin tener que hacerlo en la forma que se llamaba “a mujeriegas”. O que la palabra francesa culotte, en español culote, siempre designó una prenda interior femenina, la que nosotros llamamos calzón o bragas, o que más tarde sirvió para designar el pantalón corto elástico y ajustado utilizado por deportistas, hombres o mujeres, especialmente ciclistas. Pero el pecado no está en el culote. Lo malo está en que en las escasas líneas del reportaje, con más fotos que texto, proliferaban términos como sporty, boysh, oversize, outfits o top crops, que no son otra cosa que deportivo, línea masculina, talla supergrande, conjunto o equipo y blusa corta. La moda no debiera estar reñida con el buen hablar.
            En otro periódico se decía que un helicóptero había sido aterrizado. Por lo visto, quien dijo o escribió esto ignora que aterrizar es verbo intransitivo y que, por lo tanto, no admite ni pasiva ni complemento directo. Es decir, una aeronave aterriza; pero ni es posible que yo aterrice una aeronave ni que una aeronave sea aterrizada. Decir eso es una barbaridad. Y en otro periódico se daba cuenta del feo gesto de un futbolista respecto a otro por limpiarse las fosas nasales delante suyo. ¿No es bien sabido acaso que el adverbio, palabra de forma invariable, no admite que se le unan posesivos y, menos aún, en forma concordada? O sea, que no se dice delante mío/mía, sino delante de mí; como no se dice detrás suya, sino detrás de él/ella.
Conejo frustrado, de Mike Bonales
            Ese mismo día, el citado Álex Grijelmo publicaba un artículo en el que criticaba el mal empleo (¿con conciencia de ello?) que hacen los políticos del modo subjuntivo, que es el modo de la virtualidad, de la irrealidad, de lo que no existe. Así, para evitar reconocer los errores cometidos, no dicen, los ejemplos están recogidos del artículo citado, los errores que hemos cometido, sino los errores que hayamos cometido. La diferencia es muy notable. Lo primero indica a las claras que tales errores han tenido lugar y se reconocen; en cambio, lo segundo pretende convencernos de que tal vez no existieran.
            Un hablante medianamente culto debería saber cómo se usan los tiempos y los modos de los verbos. El indicativo es para lo que percibimos como real, con independencia de que hablemos del pasado, del presente o del futuro. Si digo el mes que viene voy a Madrid, empleo el indicativo porque quiero dejar sentado que, aunque se trate de algo no acaecido aún, lo siento como real, objetivo; y al escoger un presente para hablar de un futuro, doy a entender que estoy tan seguro de lo que digo que lo actualizo en mi discurso. Aun así, pudiera ser que mañana me parta un rayo y no vaya a ninguna parte (pudiera, parta y vaya son subjuntivos, es decir, virtualidad, ausencia de confirmación de lo que se dice). Porque, cuando hablo, no cuento con que eso pase.
            Pero ya digo. Hoy está mal visto hacer copiados, con lo que difícilmente mejoraremos nuestro estilo; parece feo y anticuado hacer un dictado, con lo que las faltas de ortografía sobreabundarán peligrosamente; y no se hacen redacciones, con lo que al alumno se le priva de la posibilidad de expresar lo que lleva dentro.
             Así, ante una guerra, o o un desastre natural (seísmo, inundación...), no debe extrañarnos oír o leer la barbaridad catástrofe humanitaria. Humanitario no significa, como muchos creen, ‘que afecta a muchas personas’, sino muy al contrario, ‘que mira o se refiere al bien del género humano’ o ‘benigno, caritativo, benéfico’ o ‘que tiene como finalidad aliviar los efectos que causan la guerra u otras calamidades en las personas que las padecen’. Por tanto, puede hablarse de acciones, ayudas o gestos humanitarios. Pero no hay nada menos humanitario que una catástrofe.

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