viernes, noviembre 13, 2015

ADJETIVO (LO ACCIDENTAL) Y SUSTANTIVO (LA ESENCIA)



            Sabe muy bien Zalabardo que tengo algunos libros de cabecera que son como consejeros. Procuro no separarme mucho de ellos, les guardo gran respeto y los consulto con frecuencia cuando necesito ayuda. De esta clase es Juan de Mairena, de Antonio Machado. El otro día, reflexionando sobre el proceso de creación de mi novela No tendrías que haber vuelto, me acordé de uno de los apuntes del libro del sevillano (no olvidemos que el título completo es Juan de Mairena. Sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de de un profesor apócrifo). Pues bien, Mairena pide a uno de sus alumnos que escriba en la pizarra Las viejas espadas de tiempos gloriosos para, a continuación preguntarle a qué tiempos cree que alude el poeta. El alumno, sin inmutarse responde: A aquellos tiempos en que las espadas no eran viejas.
            ¿Por qué me acordé de ese detalle concreto? Pues porque, para mí, refleja con toda fidelidad el modo en que un adjetivo puede estropear una frase tal como la nata (acabo de leerlo) echa a perder una carbonara. No es opinión solo mía, pero creo que en ocasiones abusamos del adjetivo creyendo que eso va a dar mayor entidad y fuerza a lo que escribimos. Lo cierto es que no nos damos cuenta de lo peligroso que es dejar que campe a sus anchas, sin atarlo cortito para que no se desmadre.
            Que lo que digo no es invención mía, razono a Zalabardo, queda patente si recogemos algunas citas de personas que tienen una autoridad de la que carezco yo. Jules Marouzeau, lingüista y filólogo, profesor de la Sorbona, dijo: La multiplicación de los epítetos refuerza la imprecisión. Paul Valéry, poeta, dijo: El epíteto ha perdido valor; la inflación de la publicidad ha reducido a la nada la potencia de los adjetivos. Y Vicente Huidobro, poeta también, fue más contundente: El adjetivo, cuando no da vida, mata.
            ¿No creéis que, en el texto de Juan de Mairena, Machado  pretende hacernos ver que viejas y gloriosas chirrían y convierten en pomposamente vacía la expresión? Pues bien, eso es lo que sucede continuamente en nuestra forma de hablar y de escribir. Empleo el plural porque no quiero que nadie crea que me excluyo de ese defecto de acumular adjetivos que serían perfectamente prescindibles. Voy a referirme concretamente a dos ejemplos próximos. En pancartas de manifestaciones recientes se podía leer la condena de la violencia machista y la petición de una educación feminista. Ninguna de las dos expresiones me gusta por motivos obvios. Por lo que a mí respecta, Zalabardo sabe bien, condeno cualquier tipo de violencia sin necesidad de adjetivarla, pues parece que, condenando una concreta forma de violencia se están considerando justificadas las demás. Y, en cuanto a la educación, a lo que debemos aspirar es a una educación que no sea sexista, que no establezca diferencias entre hombres y mujeres, que respete la igualdad. Cualquier educación que no tenga en cuenta esto y se encadene a un epíteto restrictivo deja de ser, para mí, educación.

           Estamos hartos de ver cómo hay adjetivos que, de tanto usarlos y en contextos muy localizados, han acabado por resultar vacíos. Parece que la sequía debe preocuparnos solo si es pertinaz; que no hay peores crímenes que los execrables, como si no fuesen condenables todos; que no sentimos interés por algo si no es vivo, cuando lo que se opone a tener interés es no tenerlo; que no hay mejores tradiciones que las seculares, sin reparar que una costumbre de hace dos día no es tradición; y, últimamente, que no existe mejor corrección que la política, ignorando que, simplemente, hay que guardar corrección.
            Mencionaba antes mi novela. No sé si a alguien le interesará el dato, pero, hasta llegar a la versión definitiva, la que entregué a la imprenta, había compuesto diez redacciones de la misma. Y porque un buen amigo me dijo: No sigas por ahí, déjalo ya, pues me empecinaba en buscar cosas que retocar. Quiero dar un ejemplo: en un párrafo del capítulo tres, en el borrador inicial, escribía: Siempre hay una causa primera, quizá imperceptible, pero nunca despreciable, porque las consecuencias pueden oscilar desde lo más baladí hasta lo terriblemente catastrófico. ¿Qué no me gustaba de eso? En principio, esa proximidad entre imperceptible/despreciable. Pero, sobre todo, esa pareja que forman baladí/catastrófico. Los adjetivos, veía yo, “se comían” a los sustantivos
            Después de vueltas y vueltas, el texto quedó finalmente así: Partimos, pues, de que ha de haber una causa primera, quizá tan aparentemente insignificante que podría pasar inadvertida al más perspicaz observador; pero nunca habrá que despreciarla, puesto que sus consecuencias podrían ser catastróficas (pág 33). El texto, trato de justificarle a Zalabardo, se ha alargado un poco, no se han suprimido adjetivos (aunque los iniciales han sido sustituidos), pero, sobre todo, con la nueva construcción, la atención se ha desviado desde cuatro adjetivos que no acababan de cuadrarme hacia tres sustantivos (causa, observador, consecuencias) y un verbo (despreciar) que le dan más fuerza al párrafo. Al menos, eso me parece.

No hay comentarios: