domingo, noviembre 22, 2015

SE PROHÍBE EL CANTE (o ¿DÓNDE JUEGAN LOS NIÑOS?)


             A Camilo J. Cela, con independencia de otros aspectos, hay que reconocerle el mérito de ser creador de una amplísima nómina de personajes que, aunque desempeñen un papel muy secundario, nunca dejan de ser atractivos. En La colmena, encontramos un niño que corretea el centro de Madrid cantando para buscarse la vida. No tiene ni nombre, es solo ‘el niño que canta flamenco’ y aparece ocasionalmente. De él se hace un retrato que unas veces resulta tierno (es vivaracho, como un insecto, morenillo, canijo […] Canta solo, animándose con sus propias palmas y moviendo el culito al compás), y otras tremendamente sórdido (El niño no tiene cara de persona, tiene cara de animal doméstico, de sucia bestia, de pervertida bestia de corral).
            Recordé a ese niño, le comento a Zalabardo, un día que leía una entrevista realizada a tres cantaores flamencos: Rancapino, Menese y de la Morena. Este último sacaba a colación una anécdota antigua para explicar el momento presente: Estamos como el Brene, que cantaba por las tapas. Le decían: “Brene, hazte un cantecito”. “Ea, pero ponme una tapita de papas”. Quizá una historia no tenga que ver con la otra, pero yo las relacioné.
            Y ambas situaciones las cito aquí porque tengo la sensación de que vamos cayendo, quizá sin ser conscientes, en un estado de intolerancia, por un lado, y de burocratización hasta de la pobreza. Esto último lo demuestran bien los propios ayuntamientos que organizan cástines (la Academia prefiere el anglicismo casting en lugar de la castellanización del término propuesta por Fundéu; en ambos casos se olvida que, en español, disponemos de concurso, selección y otras palabras semejantes) para dotar de carné y autorización a quienes se buscan la vida como artistas callejeros. Tampoco se lo ponen fácil a los vendedores ambulantes, que no hacen sino tratar de salir de la miseria del paro.
            Lo otro, lo de la pérdida de la tolerancia, también nos daría para hablar largo y tendido. Basta un suceso cualquiera, para estigmatizar a todo un colectivo. Que haya un fanatismo yihadista no debiera afectar a nuestra percepción del islam o del conjunto de los musulmanes. Como un robo no debiera ser excusa para denostar a gitanos y rumanos. Pero hay casos aparentemente más simples que, a la vez, resultan más sintomáticos. Es Zalabardo quien me los recuerda. Hace un tiempo, en una barriada de Málaga, las peticiones de un alto número de vecinos obligaron al consistorio a suprimir un parque infantil. Los vecinos se quejaban de que los niños, en sus juegos, eran demasiado ruidosos y molestaban. Zalabardo y yo, a partir del incomprensible caso, hablamos con añoranza de cuando, siendo niños, nuestras madres nos mandaban a la calle a jugar, con la única recomendación de que tuviésemos cuidado de volver a casa a la hora señalada y sin ninguna brecha en la cabeza por un toscazo ni las rodillas desolladas. ¿En qué calle pueden hoy jugar los niños? El segundo caso me pilla cerca. Se ha conseguido peatonalizar una calle en la zona donde vivo. Pero la junta de vecinos ha solicitado vivamente al ayuntamiento que no coloque bancos ni jardineras susceptibles de ser empleadas como asientos por el riesgo de que la calle se convierta en lugar de reunión y juegos, con las consiguientes molestias.
            Zalabardo, casi siempre es él, me pide que recuerde las calurosas noches estivales de otras épocas en que la gente sacaba las sillas a las aceras y se disfrutaba de desenfadadas tertulias mientras los niños correteaban hasta que el sueño rendía a pequeños y mayores.
            Repito, ¿dónde pueden hoy jugar los niños si hasta en los parques y jardines nos molestan? Luego, ahí está la paradoja, nos quejamos de que, anclados todo el día ante las maquinitas, los ordenadores o el televisor, se entontecen y van perdiendo la capacidad de imaginación que los juegos antiguos proporcionaban.
            La situación que denuncio no afecta solo a los niños. En todas las facetas de la vida estamos perdiendo cuotas de sociabilidad que nos llevan a portarnos como erizos que sacan sus púas afiladas en cuanto alguien se acerca. ¿Os habéis fijado en la absurda y ridícula escena de esos grupos que, sentados en una terraza, dejan pasar el tiempo olvidados los unos de los otros porque cada uno de ellos está abducido por la pantalla de su móvil? Cuando yo estaba en la universidad, recuerdo que un compañero, José María Pérez Orozco, se llevaba con frecuencia una guitarra y, a la salida de las clases, nos íbamos a algún parque, o a algún bar, y echábamos la tarde. Pero un día empezaron a aparecer aquellos letreritos, antipáticos, de Se prohíbe el cante, y la cosa se acabó.
            Son muchos los letreros pretendidamente graciosos (en realidad, son odiosos) en establecimientos públicos. Como ese de Si bebes para olvidar, paga antes de beber; o el no menos antipático Hoy no se fía, mañana sí. Pero la palma se la lleva ese terrorífico bastón que algunos cuelgan bien a la vista con el siguiente rótulo: Libro de reclamaciones, que despeja cualquier duda sobre la amabilidad del propietario del local.
            Total, me quejo a Zalabardo, antes teníamos la posibilidad de echar un rato de charla con el tabernero, con las madres, y los padres, de otros niños en calles, parques y jardines. Ahora, el miedo y la desconfianza refrenan nuestros deseos de sociabilidad.

           Por eso me agradó ver en El Pulguilla, un acogedor, recomendable, concurrido y barato bar de Nerja un letrero que, en español e inglés, anuncia: Los lunes cerramos por descanso de los clientes. O sea, que aún queda quien piensa en los demás. Afortunadamente.


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