sábado, septiembre 03, 2016

DEFENSA (Y NECESIDAD) DE LOS CORRECTORES



            Mi próximo libro entra y sale de las imprentas sin decidirse a mostrarme la cara. Se ha visto envuelto en la guerra de las erratas. Este es el sangriento campo de batalla en que los libros de poesía comienzan a doler al poeta. Las erratas son caries de los renglones, y duelen en profundidad cuando los versos toman el aire frío de la publicación (Pablo Neruda)

            Al libro lo acompaña una dilatada historia. Leía hace poco que primero fue el libro y luego la imprenta. Si ya crear una novela, un poemario, etc. es trabajo complicado, no debemos olvidar el que entraña convertir esa creación en el objeto material que llamamos libro. Mucho ha llovido desde que se compuso hace 4500 años, sobre tablillas de arcilla, el que se supone primer libro conocido, el Poema de Gilgamesh, hasta el último ejemplar que haya salido de una imprenta cuando estemos leyendo este apunte. Pero le aclaro a Zalabardo que no me interesa hablar de la historia de los libros, sino de un problema que los acompaña desde su inicio.
            Ya desde la más remota Edad Media, amanuenses, copistas y pendolistas debían ser sumamente cuidadosos. El pergamino era un material costoso y el proceso de preparar las hojas que compondrían el libro complejo: tratamiento para que admitiesen las tintas, elaboración de las pautas sobre las que se escribía, distribución de márgenes para dejar el espacio preciso en que irían las capitulares y la ornamentación de las que se encargaban los ilustradores... Cualquier error resultaba fatal porque había que raspar encima del texto equivocado para escribir de nuevo sobre él. Los palimpsestos no son sino manuscritos desechados que se raspaban cuidadosamente para reutilizarlos.
            Luego vino la imprenta. Fueron necesarios grabadores y fundidores que fabricasen los tipos de letra (al comienzo, de madera; luego, de plomo) para preparar las planchas. Ello aparejó la necesidad de un nuevo oficio: el de los correctores que vigilaban que el texto llegase al lector con el menor número posible de erratas.
            Con la revolución industrial ya aparecieron los tipógrafos y cajistas, que componían a mano las páginas, escribiendo al revés, con una velocidad y pericia casi inconcebible; también aumentaba el riesgo de errores. Les seguirían los linotipistas y monotipistas, que ya disponían de máquinas para la composición. Pero, detrás de ellos, siempre había un corrector que vigilaba la calidad del producto final. 

            Del siglo xx son ya técnicas como la fotocomposición. Las galeradas, composición de un texto aún sin paginar, se entregaban a los correctores (y, a veces a los propios autores) para su revisión pertinente. Esta corrección, digámoslo, nunca es fácil. En pocas líneas hemos dado un gran salto que nos acerca a la actualidad. Aparece la edición digital y, con ella, los diseñadores y los maquetistas. El original se envía en formato digital al maquetista y este se encarga de lo demás. Los programas de edición de textos vienen acompañados, por lo común, del pertinente corrector. Pero estos correctores de texto, pese a lo avanzados que puedan ser, nunca serán equiparables al corrector humano. ¿Cómo decide una máquina si hemos querido decir Luis hacia las Américas o Luis hacía las Américas? ¿O cómo distingue entre lo acompañaba un varón joven y lo acompañaba un barón joven? ¿O qué forma es la correcta entre hemos dejado a parte este asunto y hemos dejado aparte este asunto?
            Las erratas en tiempos de los correctores podían ser chuscas o incluso impertinentes, pero se entendían y se perdonaban. Se cuenta, no sé hasta qué punto es verdad, que en la primera edición de Arroz y tartana, de Blasco Ibáñez, en su capítulo iii, donde debería decir y ella [doña Manuela] quedó con los ojos fijos en el suelo, el ceño fruncido y las mejillas de un rojo violáceo, un descuido del cajista y el despiste del corrector hizo que doña Manuela quedase con el coño fruncido. Esa edición apareció editada como folletín en la Biblioteca de El Mundo y no he logrado verla. También se cuenta que un verso del cuidadoso Ramón de Garciasol  que debería decir Y Mariuca se duerme y yo me voy de puntillas dijo que se fue de putillas. Repito que no he llegado a ver estas erratas, pero me merecen crédito las personas que las cuentan.
            Las otras erratas, las provocadas por los correctores informáticos, son más groseras. No hay sino ver la imagen que adjunto de una fe de erratas de El País, que pertenece a la colección particular de Álex Grijelmo. Lindan con lo absurdo. Un corrector profesional nunca incurriría en tales desatinos.

            Todo esto se lo cuento a Zalabardo porque en mi novela No tendrías que haber vuelto se nota la falta de la figura del corrector. El proceso de creación, lo he contado varias veces, resultó laborioso, hasta diez redacciones diferentes para llegar a la definitiva. El aspecto final del libro, no lo negaré, creo que es agradable. Pero en su interior se deslizan erratas que me gustaría no haber visto.
La culpa es mía. Al tener que optar por la autoedición, para ahorrar gastos decidí que la corrección sería responsabilidad mía. Mala decisión, porque cuando uno le ha dado tantas vueltas a un texto acaba leyendo lo que tiene en la cabeza y no lo que aparece en la pantalla del ordenador. Así se me escaparon algunas erratas.
            Zalabardo y otros amigos me consuelan diciendo que ni son tantas ni ninguna de ellas excesivamente grave. Pero en un libro que me parece de estimable presencia, y, aunque no debiera decirlo yo, de más que regular contenido, no deberían haber aparecido. De haber mediado un corrector profesional, eso no hubiera pasado.

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