domingo, septiembre 25, 2016

HONRADEZ Y HONESTIDAD



            Los idiomas no se enriquecen solo incorporando palabras para nombrar conceptos nuevos, sino también, y muy especialmente, afinando en la nitidez inequívoca de su léxico, trabajándolo para que permita diferenciar lo que, siendo próximo, no es idéntico. (Fernando Lázaro Carreter)

Alegoría de la honestidad, de Rubens.
            No hace muchos días, la presidenta de la Junta de Andalucía, Susana Díaz declaraba con toda vehemencia: Yo creo firmemente en la honradez y la honestidad tanto de Pepe Griñán como de Manolo Chaves. No voy a entrar, no es objetivo de esta Agenda, en cómo nuestros políticos se rasgan las vestiduras y solicitan el castigo inmediato para los presuntos delitos cometidos por políticos de otros partidos al tiempo que ponen todos los parches posibles cuando son los suyos los que caen bajo la sospecha de conducta indebida. Allá se las apañe cada uno con su conciencia y ojalá la justicia desentrañe cada uno de los numerosos casos que día a día nos estremecen.
            Me quiero centrar, le digo a Zalabardo, en las palabras que utilizan. La presidenta andaluza defiende la honradez y la honestidad de sus compañeros de partido (no sé ahora si ellos han renunciado a su militancia) como si para ostentar un cargo público hubiese que reunir ambas virtudes. ¿No sería suficiente pedirles solo lo primero? ¿No estamos hartos de decir que la vida privada no debe importar siempre que no afecte a los actos públicos? ¿Son la honradez y la honestidad la misma cosa o designan conceptos diferentes? 

Honestidad, de Giotto.
            Vamos a tratar de deslindar la cuestión. Si atendemos al Diccionario de Autoridades de 1734, leemos que honradez es el género de pundonor que obliga al hombre a obrar siempre conforme a sus obligaciones y cumplir su palabra en todo; frente a esto, honestidad es tanto la compostura, modestia y moderación en la persona, en las acciones y en las palabras como la moderación y pureza contraria al vicio de la lujuria.
            Lázaro Carreter explica muy bien cómo, posiblemente debido al tradicional sentido del honor entre los españoles de otros siglos y atendiendo a que la honestidad era cualidad que se solicitaba más a las mujeres, entre nosotros honradez y honestidad eran palabras que marcaban realidades muy diferentes, aunque la segunda podría, en determinados contextos, asimilarse a la primera. La honradez se aplicaba a cuanto fuese recta conducta y fiel cumplimiento de las obligaciones debidas, es decir, la probidad, mientras que la honestidad remitía a la conducta sexual y, más concretamente a la decencia y la castidad. Otras lenguas, en cambio (francés, inglés, italiano…) no presentan un deslinde tan claro entre ambos términos. 

Viñeta de El Roto, en El País
            Pero los tiempos cambian y, en el lenguaje, no siempre para bien. Algo que teníamos muy claro, de pronto se nos torna difuso. Por contagio de las otras lenguas, especialmente del inglés (contagio que nace de un deficiente conocimiento de la lengua propia), en las que a un político, o a cualquier cargo de responsabilidad, se le pide honestidad (que correspondería a nuestra honradez), nosotros hemos comenzado a hacer lo mismo. A esto se refiere la cita inicial de Lázaro. Hay parejas de palabras (por ejemplo, rehabilitación/restauración) que nos pueden inducir a confusión porque no tenemos claros sus límites. Pero estas dos no ofrecían, hasta hace un tiempo, ese problema. Luego, si las hemos convertido en sinónimas, lo que estamos es empobreciendo la lengua. Sin embargo, si miramos no el viejo diccionario del siglo xviii, sino que venimos a la última edición del DRAE, nos encontramos con que honradez es ‘rectitud de ánimo, integridad en el obrar’; y honestidad, por su parte, es ‘1. decencia o decoro; 2. Recato, pudor; 3. Racionalidad, justicia; 4. Probidad, rectitud, honradez’. Vemos meridianamente que solo en su última acepción se pueden considerar equivalentes los términos.

 
Viñeta de Querol.
          
Y le digo a Zalabardo: si Susana Díaz quería hablar solo de la corrección en el desempeño del cargo de sus excompañeros, de su probidad, ¿a qué viene considerarlos honrados y honestos? ¿No sería suficiente utilizar una sola de estas palabras? Y si, al emplearlas, entendía que son diferentes, ¿no debería importarnos antes su probidad que no su castidad, que, en cualquier caso, corresponde al ámbito privado de cada individuo?
            Este tipo de errores es más frecuente de lo que nos parece; también es frecuente presentar unidos términos que se refieren a la misma parcela significativa. Hace unos días, viendo en televisión un partido de fútbol, el comentarista hablaba de los prolegómenos iniciales. ¿Acaso no sabe que prolegómeno es aquello que va por delante, preámbulo que da paso a lo que vendrá después? Luego, por fuerza debe ser inicial, pues es imposible un prolegómeno final. Y también recientemente, mientras paseaba, vi una valla publicitaria, en el entorno del Pabellón Martín Carpena, que anunciaba un local en el que podríamos disfrutar de una zona infantil para niños.
            Como dice Lázaro Carreter, el idioma no se enriquece solo introduciendo nuevas palabras; pudiera bastar usar bien las que tenemos.
           

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