sábado, noviembre 12, 2016

PALABRAS EN CUARENTENA



            Voy a escribir ya; pero llego a este párrafo y no escribo. Que no es injurioso, que no es libelo, que no pongo anagrama. No importa; puede convencerse el censor de que se alude aunque no se aluda. ¿Cómo haré, pues, que el censor no se convenza? Gran trabajo: no escribo nada. (Mariano José de Larra)


            Tengo la impresión, le comento a Zalabardo, de que cada día somos más intolerantes a la hora de emplear el lenguaje con la naturalidad que se merece. Y todo, así lo creo, porque buscamos un chivo expiatorio con el que excusar defectos que no son más que nuestros. De un tiempo a esta parte, hemos emprendido una especie de cruzada, sin reparar en que los idiomas son instrumentos que nos sirven para relacionarnos con los demás, para intercambiar emociones, afectos, sentimientos. También, claro, con la lengua insultamos y ofendemos. Pero olvidamos que suele ser porque nuestra mala conciencia acaba convirtiendo en malas cosas que podrían ser buenas (y que posiblemente lo sean por naturaleza). ¿Es el martillo una herramienta útil y provechosa? Claro que sí. Pero si lo utilizamos para agredir, se torna arma peligrosa. ¿Dónde está el mal, en el martillo o en el uso que hacemos de él?
            Con la lengua sucede igual. Las palabras significan lo que significan, aunque esto parezca una perogrullada. Pero, además, han de cargar con todas las connotaciones —peyorativas o meliorativas— que queramos añadirles. Veamos un ejemplo: si  decimos ¡Qué listo es el muy cabrón!, parece quedar claro que elogiamos a alguien. En cambio, si decimos ¡El muy cabrón me ha engañado para quedarse con mi puesto!, la intención es muy diferente. Y así en todo. El diccionario, a fin de cuentas, se limita a recoger los usos que damos a las palabras.

            Hablaba antes de que somos intolerantes. Me reitero en ello; creo que nos movemos entre la hipocresía y la cursilería. Casi siempre por ignorancia. Por eso, unas veces nos empeñamos en condenar y poner en cuarentena palabras que, en sí mismas, son inocuas; otras, las tapamos o sustituimos porque eso es más fácil que solucionar el problema que tras las palabras pudiera esconderse.
            Veamos el primer caso. Son muchas las personas que consideran ofensivas, despectivas e incluso socialmente rechazables palabras absolutamente neutras. Y no cesan de aparecer asociaciones que solicitan que la Real Academia las retire del diccionario. Leo en un texto: Hoy día, los términos discapacitado, minusválido, inválido, minusvalía, retrasado, tullido o incapacitado deben ser sustituidos/eliminados de nuestro lenguaje y utilizar otros más correctos. Lo ideal sería sustituirlos por persona con discapacidad o persona con diversidad funcional.  Según esa tesis, no debe decirse negro, sino afroamericano o subsahariano, según proceda; y no debemos decir ciego, sino invidente, ni cojo, sino persona de movilidad reducida. Y así, todo lo que ustedes quieran. En otro texto, leo esta perla: ciego, sordo, aun siendo correctamente empleados, pueden ser considerados despectivos o peyorativos

            Lo que estas personas no piensan es que, si para evitar las palabras que consideran incorrectas hemos de usar discapacitado o disminuido se sigue insistiendo en lo mismo que condenan, ya que el prefijo dis- en nuestra lengua significa ‘negación, dificultad o anomalía’. Y dado que capacidad significa ‘aptitud, talento, cualidad que dispone a alguien para el ejercicio de algo’, hablar de discapacidad no es sino negarles la aptitud o el talento.
            Vayamos a lo otro, lo de sustituir o esconder palabras en lugar de corregir lo que señalan. Nos acordaremos todos de cuando se sustituyó criada por empleada del hogar o portero por empleado de fincas urbanas. La moda no ha desaparecido. Cercano tenemos el caso de un presidente de gobierno que negaba la existencia de crisis defendiendo que lo que había era una desaceleración económica. Y se habla de incrementos negativos en lugar de reconocer que hay pérdidas; como se habla de centros de reinserción para no decir cárcel.
            Le pregunto a Zalabardo si, teniendo en cuenta tantas admoniciones como hoy se hacen, tendríamos que reescribir el tratado primero del Lazarillo para no hacerlo mozo de un ciego, si estará mal visto llamar a Cervantes manco de Lepanto, recordar que Beethoven vivió aislado los últimos años de su vida a causa de su sordera o seguir llamando a Vulcano el dios cojo. ¿Y qué hacemos para narrar a nuestros nietos el cuento de Blancanieves y los siete enanitos? ¿Decimos las siete personas pequeñas?
            Zalabardo y yo nos reímos pensando que Nebrija, en 1495, ya citó la macrología como vicio del lenguaje que consiste en decir con un largo rodeo de palabras lo que se puede decir con brevedad. Pero el afán censor de nuestro tiempo, el ansia por poner en cuarentena determinadas palabras no es consecuencia más que de la ignorancia e incapacidad de solucionar los problemas que nuestra sociedad plantea. Porque, actuando sobre el lenguaje, lo único que logramos es tranquilizar nuestra conciencia.

No hay comentarios: